Son las diez y media de la mañana. Me encuentro sentado en una pequeña sala delante de un ordenador. En la pared hay cuatro fotos en blanco y negro de Francisco Franco reunido con otros tantos mandatarios internacionales. A mi espalda reposa un busto negro que representa a un “Generalísimo” ya entrado en años. Del muro más alejado de la habitación cuelga un retrato en el que se le ve con uniforme militar de gala y supuesta pose de estadista; sin embargo, la gran bola del mundo que aparece junto a él evoca, más bien, esa figura grotesca del Gran Dictador que clavó el genial Charles Chaplin.