Parece mentira que, cuarenta años después de la muerte del dictador Francisco Franco, la cultura democrática no haya enterrado –cuando no prohibido legalmente, como acontece en Alemania o Italia con Hitler y Mussolini– la exaltación de una persona y de su obra antidemocrática y autoritaria, el elogio de un militar –un caudillo, según sus seguidores- que traicionó todos sus solemnes juramentos, empezando por la bandera legal de la República, y que dio un golpe de Estado con el que impuso un sangriento régimen dictatorial. Pero ahí estamos, otra vez, asistiendo a la vergüenza de ver cómo se autoriza la celebración de actos que reclaman la desaparición de la democracia alabando a quien no tuvo otro fin que destruirla. Y permitiendo al fascismo redivivo la desvergonzada utilización de la memoria histórica que la derecha niega a la izquierda, acusándola patéticamente de “rencorosa” por pretender sacar a la luz los sacrificios –e incluso los huesos enterrados en las cunetas- de quienes dieron su vida defendiendo la democracia durante la guerra civil y luchando contra la dictadura mientras Franco gobernó.