Nunca supo nadie su nombre y no existe ya quien sea capaz de rememorar los rasgos de su estampa, pues aquello ocurrió a finales de los años 60. No era un hombre en exceso mayor. Andaría por los 55, pero su aspecto era el de alguien terriblemente envejecido y pulverizado por la vida y por la historia. Venía sólo y no traía a nadie consigo. Pero ésto, aunque pareciera redundante no lo era, pues tan perturbado se le notaba en su deambular por el exterior de este Monasterio de Valdediós (Asturias), tan fuera de sí y tan perdido se manifestaba, que la razón quizás extraviada de aquel desgraciado parecía haber abandonado su espíritu tras mantener con sus recuerdos una cruenta contienda de la que salió derrotado. Vagaba por todo el recinto con paso lento, arrastrando los pies, casi acariciando con manos temblorosas los muros del Conventín anexo, aferrándose a los quicios de los portones del Monasterio con la desesperación de un náufrago asido a los restos destrozados de su vieja embarcación desbaratada.