He visitado Auschwitz dos veces, la primera durante un periplo por buena parte de Polonia que me llevó de Varsovia a Gdansk y de Torun a Cracovia. He narrado ese viaje en un libro ya prácticamente agotado, La sangre y el ámbar, donde especifico que, aunque ya había visitado dos campos de exterminio, Majdanek y Treblinka, la entrada en Auschwitz me supuso una conmoción psíquica casi insoportable. Las fotos de los prisioneros asesinados decorando los barracones; las montañas de zapatos, gafas y maletas; la tonelada y pico de pelo humano que ocupa una urna de cristal como un inmenso animal de una especie desconocida; el frío gélido que traspasa por dentro de los huesos y cuyo rencor va más allá de la temperatura.