Tomás Marín Martínez

Nací en Podevilla, un triste pueblo de la provincia de Albacete, próximo a la Sierra de Alcaraz, por donde nace el río Mundo, un 15 de marzo de 1925, en plena dictadura de Primo de Rivera, aquel señorito, general jerezano y marqués. El desideratum del señoritismo andaluz.

Mis padres eran campesinos sin tierras. Él (Juan), trabajando de sol a sol seis de los doce meses del año en los cortijos de los terratenientes por un salario de hambre; analfabeto, pero de una clara inteligencia para darse cuenta de la explotación del jornalero manchego. Ella (Braulia), una hermosa mujer, madre de cuatro hijos, analfabeta también y no precisamente por culpa suya, sino de la política caciquil y elitista del país; pero de una mente privilegiada, una enciclopedia viviente de la cultura popular, que a sus cien años cumplidos era capaz de contar más refranes y dichos populares que Sancho Panza.

Yo era el penúltimo de los cuatro hijos y ya a los cuatro años tenía que ocuparme de mecer la cuna del hermano menor para que mi madre pudiera ocuparse de las tareas de la casa y de la pequeña huerta que teníamos (en una ocasión le di con tanta fuerza que volqué la cuna, con lo que me llevé un susto tremendo).

Sólo dos años pude ir a la escuela, lo suficiente para aprender a leer y algo de escritura y cuentas. El campo me reclamaba para llevar un mísero jornal a casa, como la mayoría de los niños del pueblo.

El 14 de abril de 1931, había cumplido seis años, y mis recuerdos son: la alegría de la gente por las calles, el hondear de la nueva bandera tricolor, la pegadiza charanga del himno de Riego, tan alegre. Yo escuchaba las conversaciones de los mayores: la República nos dará tierra, trabajo y escuela. La República nos traerá libertad y cultura. La República acabará con los caciques y los terratenientes.

Pero pasaban los años y la República no daba las tierras a los jornaleros ni acababa con los terratenientes. Por el contrario, la vida en nuestro pueblo se hacía más difícil debido (muchos años después lo supe) a la crisis mundial y europea, que nos afectó de lleno por aquellos años; y sobre todo, por la política antirrepublicana de la derecha, y en especial de los terratenientes y grandes propietarios boicoteando los decretos agrarios y la Ley de la Reforma Agraria de la República. Por eso, los dos años del Bienio Negro fueron malos para el pueblo y para mi familia. Mi padre apenas daba más de cinco o seis meses de peonadas al año y la huerta no daba para las seis bocas de la familia.

Recuerdo que hacia 1935 mi padre encontró un trabajo fijo en un cortijo de un terrateniente en el término de Villarobledo, lejos de casa.

En febrero de 1936 mis padres tuvieron que ir al pueblo para votar. Al siguiente día ya se conocía que el Frente Popular había ganado las elecciones y yo le pregunté a mi padre a quien había votado, contestándome que el quería votar a la izquierda, pero que si así lo hubiera hecho lo habrían echado del trabajo; y tenía que elegir entre dar o no de comer a la familia y no tenía elección. Esto me produjo un tremendo impacto, pues consideraba una tremenda injusticia que alguien tuviera que hacer lo contrario de lo que pensaba por la coacción de otra persona y descubrí (años más tarde) lo que era el caciquismo y hasta donde podría llegar la explotación del hombre por el hombre, el miedo y el hambre; y desde entonces una formidable rebelión me invadió y alimentó toda mi existencia, contra la injusticia, contra la explotación, contra cualquier tipo de coacción; y desde entonces (tenía 11 años) no he dejado de luchar contra ello y de informarme del porqué de estas situaciones, llevándome a militar siempre en partidos de izquierdas, a leer y a informarme (soy un autodidacta y he leído todo lo que he podido adquirir de Marx y de Lenin).

La República, la del Frente Popular, la buena, había vuelto, y de nuevo veía a la gente del pueblo alegre, y se hicieron desfiles con banderas y cantos. Los jornaleros hablaban mucho y contaban que en Rusia había habido una revolución; que Lenin había repartido las tierras de los terratenientes al pueblo, y había construido escuelas y hospitales; que ya no había ricos ni pobres, que todos eran iguales y los campesinos tenían tierras; y que aquí había que hacer una revolución y repartir las tierras de los terratenientes y de esta manera todos serían como hermanos y tendrían trabajo y no se pasaría hambre. A veces participaba en las conversaciones de los mayores y era partidario de la revolución para que nadie pasara hambre y todos tuvieran tierras.

Cuando se sublevaron los militares y empezó la Guerra Civil yo trabajaba en el cortijo del terrateniente, con mi padre, Recibimos la visita de unos milicianos de Socuellanos para decirnos que no tuviéramos miedo, que continuáramos allí y que cogiéramos lo que necesitáramos para comer; y que en Albaceta había triunfado la República y que los fascistas no vendrían.

En efecto, España se había partido en dos y nosotros estábamos en la retaguardia de la Guerra Civil, al lado de la República, con toda la Mancha.

Volvimos al pueblo (Podevilla) y durante toda la guerra vivimos lejos de los horrores que nos contaban y oíamos por la radio. Finalmente vino la reforma agraria. Hubo reparto de tierras, pero no de forma individual sino colectiva, de manera que todos trabajábamos en la finca que nos había tocado en las labores propias, bajo las órdenes de un funcionario de la República.

Todo se hacía bien, todos trabajábamos con alegría, pues nos habían dicho que teníamos que producir mucho para alimentar a los soldados que defienden a la República. Fueron años felices. Todo el pueblo tenía lo suficiente para comer, vivir en paz y con trabajo.

Pronto llegaron las movilizaciones y los hombres tuvieron que ir a la guerra y sólo quedaron en el pueblo las mujeres, los viejos y los niños. A pesar de ello las labores del campo se hacían, así como la recogida de cosechas entre todos los que quedamos.

Mi hermano mayor, con 19 años, fue reclutado, y tras el período de instrucción estuvo en Segorbe (Castellón), Barbastro y Gerbe de Huesca; finalmente participó en la batalla del Segre en Vallfogona de Balaguer, en donde encontró la muerte defendiendo a la República. Es imposible expresar el dolor de mi madre por la muerte del hijo.

El año 1939 llegaron los nacionales al pueblo y todo al revés. Tras tres años en que nos parecía que la República había cumplido sus promesas en reforma agraria, escuelas y salud; todo cambió de la noche a la mañana, volvieron los terratenientes que ocuparon de nuevo “sus” tierras y nos dijeron que si les recogíamos la cosecha nos darían la mitad. Todo fue falso y se apropiaron de todo lo que habíamos trabajado (semilla, escarda, laboreo, gastos, etc) sin pagar un duro. Vinieron los falangistas y detuvieron a un tercio de los vecinos, entre ellos un cuñado de mi madre que tenía una pierna amputada por encima de la rodilla, y como era el único hombre joven y con estudios lo nombraron alcalde del pueblo. Fue condenado a muchos años de cárcel, cumpliendo más de tres años en diversos penales, entre ellos el de Valladolid. La represión, como en toda España, fue terrible en toda la provincia, a pesar de que en el pueblo no hubo ninguna resistencia contra las fuerzas del orden, ni de carácter religioso o de clase, pues se trata de un pueblo pequeño en el que los terratenientes vivían en la capital, y tampoco había cuartel de la Guardia Civil.

Desconozco las personas detenidas que fueron asesinadas por los fascistas, pero si que algunos fueron condenados a muerte y posteriormente indultados, y otras pasaron muchos años en la cárcel. Prisiones terribles por su hacinamiento, insalubridad y falta absoluta de higiene, alimentación de campo de exterminio, etc. Muchos murieron de tuberculosis, de enfermedades curables y de hambre.

Y lo peor llegó enseguida: el hambre y el paro: las cartillas de racionamiento totalmente insuficientes y como carecíamos de dinero por falta de trabajo, tampoco podíamos acudir al estraperlo.

Durante la década de los cuarenta (los años del hambre) yo trabajaba de peón en una finca en la que mi padre hacía de encargado. Su propietario, un coronel auditor de guerra de la III región militar. Se trataba de una viña con cien mil cepas, por lo que había trabajo todo el año, pero los salarios eran de hambre, hasta el punto de que mi padre repartía su pan entre los jornaleros a su cargo.

A partir del 41 se reorganizó en  toda la zona albaceteña el ejército guerrillero de los Maquis. La finca del coronel auditor (¿a cuántos prisioneros envió a la muerte?), venían los maquis, los ocultamos, les dábamos comida, e incluso en ocasiones les guardábamos las armas, con el riesgo que ello suponía. Sólo pensar que el coronel auditor se hubiere enterado de que su finca era utilizada por los maquis, se me pone los pelos de punta.

            El año 46 me tocó hacer el servicio militar, en ese año, la Guardia Civil detuvo a varios del pueblo por ayudar a los maquis. Ninguno me denunció. Entre ellos el máximo representante del Partido Comunista en el pueblo, esposo de una prima, con la que me unía una gran simpatía. Con 23 años estaba licenciado. Volví al pueblo. Todo seguía igual: hambre, paro y miseria. Trabajé un tiempo, cobraba 360 ptas.- al mes y la comida, pero llevaba seis meses sin cobrar, por lo que decidí marcharme y, como tantos, con una maleta de madera atada con una cuerda llegué a Barcelona, una fría y húmeda mañana de diciembre. Por todas partes oía y leía ¡Nadal! Y me preguntaba que significaba.

Trabajé en SAFA de Blanes con salarios muy bajos y un trabajo peligroso. En Barcelona recorrí varias empresas y de garajista, consiguiendo sacarme el carné de conducir y hasta el de taxista, me hice de una licencia y un coche hasta la jubilación.

El año 1955 contraje matrimonio con Primi. Nos pusimos a buscar piso. Me estafaron en la compra de un piso, por lo que buscamos hasta dar con uno de alquiler, en el que hasta hoy vivimos, en L’Hospitalet.

El trabajo con el taxi me permitía mucha movilidad y tiempo para la política. Me afilié al PSUC, en el sector del taxi éramos pocos, pero estábamos organizados. Recorriendo la ciudad me informaba de todos los movimientos, huelgas y manifestaciones de obreros, de los campesinos, de los estudiantes, etc. Participaba en los movimientos sociales de L’Hospitalet, en las luchas contra la especulación del Ayuntamiento franquista y sus planes de urbanización. Al mismo tiempo fundamos la Asociación de Amigos de Cuba, a donde tuve ocasión de viajar en varias ocasiones y conocer a notables representantes del régimen, relación que he mantenido hasta hoy, dedicando mi trabajo desinteresado, una vez jubilado, en el Consulado de Cuba.

El 7 de julio de 1970, en plena represión franquista contra la clase obrera fui detenido, encarcelado, procesado y sentenciado años más tarde por el Tribunal de Orden Público. Entre otras actividades, hacía de correo al PCI donde había volado tras la escisión del PSUC de 1968. Fui sometido a muchas horas de interrogatorios, de malos tratos, hasta que comprendieron que no me iban a sacar nada, me enviaron a la Modelo, en donde a los pocos días me vino a visitar un abogado el desde entonces amigo y compañero Antonio Martín, que se encargó de mi defensa y de mi libertad, saliendo en libertad provisional a los tres meses.

Durante esta época (finales de los 60 y comienzos de los 70) mi actividad en la lucha antifranquista era trepidante: repartiendo en mano la correspondencia que recibía. Actividad sindical en el taxi; participación de todos los movimientos sociales del barrio y colindantes en las Asociaciones de Vecinos “Collblanc-Torrassa”, “Florida”, etc; reuniones de partido, de asociaciones de vecinos, de la Asociación de Cuba, etc.

Mi proceso en el TOP fue largo, pues por cuatro veces se suspendió el juicio por diversas causas, finalmente el Juicio en el Tribunal de Orden Público se celebró en el otoño de 1972 bajo la Presidencia del Magistrado Sr. Mateu. Fue un juicio bastante chusco, pues el Sr. Mateu no dejaba la campanilla quieta, cada vez que mi abogado Sr. Martín, me preguntaba sobre los malos tratos en Comisaría y alguna que otra pregunta políticamente incorrecta.

Para mí, que era la primera vez que me veía ante un Tribunal como reo, era algo alucinante. Todo el ritual era como participar en un teatro, con comediantes, protagonista, público, argumento y telón final. El Presidente Mateu era el maestro de ceremonias. Moreno, peinado hacia atrás, suavemente engominado, dirigía la función con mano dura, campanillazo cada vez que el abogado defensor se extralimitaba en las preguntas.

En fin, me salieron tres años de los seis que me pedía el Fiscal. Fue una experiencia importantísima en mi vida, ya que pude comprobar en mis propias carnes lo que era la represión franquista y, así mismo, entablar conocimiento de los “abogados laboralistas”, que, desde su ámbito, luchaban contra el franquismo, por los Derechos Humanos, por la libertad y por la Democracia, de forma totalmente desinteresada, sin cobrar un duro en la defensa de los represaliados de los Tribunales Militares y del TOP; y, en algunos casos, sufriendo la misma represión que los defendidos. En aquellos hombres y mujeres, existía una solidaridad con la clase obrera impresionante. Su lucha era la de los obreros, pero también la de los movimientos sociales en los barrios y ciudades; la de los represaliados por los Tribunales represivos (TOP, Tribunales Militares, etc). Desde aquí les rindo un sincero homenaje y ahora que se habla tanto de la recuperación de la Memoria Histórica, habría que recordar a estos abogados que lucharon con todos los antifranquistas para conseguir una democracia de verdad y no solo formal.