Salvador Torres i Romeu

Nací en Vilafranca del Penedès un día frío de 1939. Se estaba terminando la guerra incivil. Mi infancia transcurrió en el seno de una familia de 5 hijos, lo normal de aquella época. Los padres no pararon para tirarnos adelante en aquellos difíciles de la posguerra.

Tuve la suerte de beneficiarme de una buena enseñanza básica gracias al trabajo acertado de maestros con vocación y entrega. Siempre los hay a pesar de las dificultades ambientales. También participé en grupos de adolescentes y jóvenes, los primeros que se hicieron alternativos a la “Falange”. Las parroquias de Vilafranca organizaron “Colonias de Verano”. Eran una osadía frente a los “Campamento del Frente de Juventudes”. A finales de los años 40 se cometía una flagrante desobediencia: todas las actividades se hacían en catalán.

Siguió mi etapa de joven y de estudios superiores hasta llegar a ser cura. Tuve años para pensarlo y descubrir que ese podía ser mi compromiso social y religioso a la vez. Precisamente fue en la Iglesia de Santa María de Cornellá donde el 17 de septiembre de 1961 fui ordenado sacerdote. Poco podía pensar que allí mismo iba a vivir otros momentos tan significativos de mi vida.

En mis años de formación había tenido experiencias de las que a uno le marcan: -Colonias de verano con aprendices de 14 a 18 años. Largas convivencias con chavales del asilo de Ntra. Sra. del Port en Can Tunis. Allí conocí por primera vez todo el mundo de las barracas de Montjuic. Era un choque para un educador como yo que sólo conocía el mundo rural y de comarcas. Estancias de un mes en el centro asistencial del Cottolengo. Otro impacto del mundo del enfermo pobre.

Ya cura me tocó vivir la realidad de la inmigración interior española en los barrios barceloneses de La Trinidad y Torre Baró. Me convertí en un compañero de apoyo y de inserción para la oleada de mayores y jóvenes que llegaban de Andalucía o de Galicia. Montábamos excursiones, fiestas, cursos formativos, grupos de amistad y reflexión… Una labor de educador social. Alguna vez me enganché a echar una mano como peón de albañil.

Me iba entrando el gusanillo hacer algo ante la  necesidad extrema del 3er Mundo y más en concreto de África. Dejé con pena mis amigos de La Trinidad pero me fui con ilusión al Camerún. Dediqué 8 años viviendo y trabajando en un inmenso suburbio de la ciudad de Douala. Sin duda fueron los años más apasionantes de mi vida y  que marcan un antes y un después.

Allí hice lo que pude sobre todo en el campo de la sanidad. En un barrio de cien mil habitantes no había ningún servicio sanitario y casi lo mismo en enseñanza. Varios barracones de la Parroquia los convertimos en locales polivalentes que aún hoy sirven como escuela. Obviamente mi trabajo social iba acompañado de mi dedicación como misionero.

La situación de África, la de entonces y la de ahora, sigue siendo dramática: Pobreza extrema, expolio de su riqueza natural, corrupción interna, SIDA, hambre, guerras, refugiados, tribalismo… y siempre a costa de los más desfavorecidos, la población civil más indefensa.

A los 15 días de mi regreso de África aterrizo en Cornellá. Una ciudad y una comarca en la plena ebullición de finales de 1973. No tuve tiempo de quedarme en la nostalgia de las familias y amigos que había dejado. El ritmo y los retos nuevos eran trepidantes. Mi maestro para sumergirme en la realidad del Baix Llobregat fue García-Nieto, nuestro entrañable “Nepo”. Desde el primer momento encontré en él toda la información, el apoyo y el ánimo que necesitaba.

Mi trabajo en Cornellá, que duró 9 años, tenía claras unas referencias complementarias. Desde la Parroquia de Sant Miquel y desde el conjunto de casi todas las parroquias de Cornellá, el equipo de sacerdotes atendíamos el servicio directamente religioso que teníamos  encomendado pero a la vez estábamos inmersos en el tejido social de la ciudad compartiendo las reflexiones y acciones que se iban gestando a todos los niveles: políticos, sindicales, culturales, etc.

Las diversas reuniones clandestinas, las asambleas y encierros en los templos de La Almeda, de Sant Miquel y de Santa María fueron los momentos emblemáticos de esa fecunda relación entre Iglesia abierta y realidad social. Merecen una mención especial los compañeros sacerdotes ya fallecidos Oleguer Bellavista y Jaume Rafanell, las dos Comunidades Cristianas populares, los Movimientos Obreros Cristianos y la gestión lúcida y comprometida de dos Vicarios Episcopales: Mn. Joan Batlles y Mn. Josep Mª Vidal Aunós.

Mi itinerario de acompañamiento y de servicio siguió luego por el organismo diocesano de atención a inmigrantes extranjeros y por una prolongada estancia de 13 años en el barrio de “ La Sagrera” en Barcelona. En la actualidad ya llevo 12 años conviviendo en el Besos, junto a La Mina. Son otros tiempos. No son fáciles debido especialmente a la falta de ilusión y de utopía colectiva. Sin embargo, si uno quiere, sigue habiendo otros retos que motivan una entrega del día a día. En mi caso y entre varios objetivos, dedico horas y esfuerzos a procurar un entendimiento mutuo, una colaboración y una simpatía entre autóctonos e inmigrantes extranjeros, tanto a nivel cívico como religioso. Me gano la oposición de la gente xenófoba, pero prefiero gastar mis años de ya mayor y veterano en el empeño de la convivencia y la solidaridad.