Manuel González León (1908-1941)Por Rafael González Polonio A la memoria de mi padre Nací en 1933, soy un niño de la guerra y la posguerra española. El golpe de estado del 18 de julio de 1936 y la posterior guerra civil acabó con la República y con las ilusiones y las esperanzas de todo un pueblo que pensaba que eran posibles una sociedad más justa y una vida más digna; y para mi generación supuso el fin de la niñez, robada por los golpistas. Los recuerdos de mi infancia no están unidos a juegos, risas o fiestas en familia sino a los bombardeos en la guerra y al hambre y la miseria de la posguerra, a las colas en el Auxilio Social o a las interminables horas esperando el camión de las patatas, a las vejaciones por ser el “hijo del rojo” y a los sacrificios de mi madre para sacarnos adelante y darnos una mínima educación, y por supuesto están unidos a la pena por la falta de noticias sobre mi padre y a los llantos cuando, tras años de peticiones de información a la Cruz Roja Internacional, nos llegó la confirmación de su muerte en un campo de concentración nazi. Mi padre, Manuel González León, nació en Lucena (Córdoba) aunque la familia se trasladó a la vecina localidad de Montilla cuando él era todavía un niño. Era carbonero de profesión y militante del Partido Comunista. Cuando se produjo el golpe de estado, estaba casado con mi madre, Encarnación Polonio Muñoz, y tenía dos hijos, mi hermana de un año y yo de tres. Después de una escaramuza vergonzosa por parte de la Guardia Civil, Montilla cayó en manos de los golpistas y mi padre, como otros muchos, tuvo que salir huyendo. Unos falangistas se presentaron ante mi madre en el rancho de la sierra donde vivíamos y como mi padre no se encontraba allí la amenazaron de muerte. Esa misma noche, la familia entera, con hermanos y sobrinos de mi madre, huimos a lomo de tres bestias y nos cobijamos durante la guerra en Úbeda (Jaén). Si no hubiéramos escapado, probablemente mi madre, en el mejor de los casos, hubiera terminado retratada en la famosa foto de las pelonas (mujeres a las que raparon la cabeza). Mi padre, mientras tanto, alcanzó el grado de capitán en el ejército republicano y combatió en varios frentes de Andalucía y Aragón hasta que las tropas franquistas tomaron Cataluña y emprendió el camino del exilio a Francia, donde estuvo primero en los campos de concentración de Barcarès y Saint Cyprien, y después en la 107 Compañía de Trabajadores Extranjeros, en una zona boscosa al norte del país, donde coincidió con su hermano Juan durante unos meses. Tras la ofensiva hitleriana en suelo francés, los nazis internaron a mi padre en el Stalag Vl-C, cercano a Bathorn-Emsland, en la Baja Sajonia (Alemania). Según la información que nos transmitió la Cruz Roja Internacional en 1946, mi padre fue deportado a Mauthausen (nº de prisionero 3.256), adonde llegó el día 22 de julio de 1941 junto a otros sesenta republicanos, y desde allí fue trasladado al subcampo de Gusen el 20 de octubre de 1941. Murió el 25 de noviembre, a los 31 años de edad. 47 días más tarde fallecería, también en Gusen, su hermano Juan. Mi madre recibió cartas de mi padre hasta la primavera de 1941, primero desde Francia y después desde el Stalag alemán. Esas cartas, guardadas celosamente por ella durante toda su vida y que hoy conservo yo, suponen un rico legado de la memoria de mi padre. En la España de Franco pintaban, en las paredes, a los rojos como demonios con cuernos y rabo; en Francia los trataban como verdaderos apestados y la gente cerraba puertas y ventanas al verlos llegar. Frente a todo eso cualquier persona que lea las cartas de mi padre lo único que verá es un buen hombre, enamorado de su mujer y de sus hijos, preocupado por su familia y sus amigos, y añorando su tierra, su Andalucía. En ellas intenta infundir ánimos a sus familiares e incluso utiliza mentiras piadosas para que no se preocupen por su estado, y así habla de lo bien que come y de lo gordo que se está poniendo. Yo he leído y releído esas cartas muchas veces a mi madre y de todas ellas hay una que me emociona especialmente. En ella dice: Te voy a contar un sueño que tuve hace dos noches. Ya estaba yo en esa, y era feria por la tarde. Tú y yo vestíamos a los dos, y Antoñita te quería más a ti que a mí, y yo me reía porque veía que era propio, toda vez que a mí no me conocía, y cuando les arreglamos, nos dispusimos a salir, y no sé lo que tú me dijiste, y yo digo bueno, pues para que otra vez no me digas eso, te arresto y no vienes a la feria. Y Rafalito se reía mucho y decía, eso papá, eso, pero la niña estaba muy seria, y le dice a su hermano ¿por qué te ríes y te alegras de que mamá no venga? Pues si mamá no viene, yo tampoco voy, a lo que el niño le dice, sí, tonta ven, que papá nos compra muchas cosas y ante estas palabras, ella casi quería venir, y se queda muy fija mirándome, y me dice: Papá, ¿por qué no viene mamá y también le compras a ella muchas cosas? Como yo no le contesté enseguida, va y me dice, llévala con nosotros y te quiero a ti como a mamá. Y ante esto, en sueño, desperté casi llorando, y me decía, lo que pueden los hijos. Un buen rato me llevé sentado en la jergoneta, pensando en la realidad de este sueño, y en lo feliz que yo sería hoy, y lo bien que mi parejita se criaría a mi lado, esto me vuelve loco, y hay veces que no me quiero yo mismo. Pero como siempre hay algo que alimenta al hombre la ilusión en la vida, la fe en el porvenir, y el amor a mis seres más queridos, estas tres cosas son la base fundamental de que yo no haya perdido la cabeza, como la han perdido muchos ilusos. En 1957 emigré a Barcelona y detrás de mí vino toda mi familia. Mi madre empezó a cobrar, después de no pocos años de papeleo y con un Gobierno español que no ponía precisamente facilidades, una pensión de viudedad del Gobierno alemán que le permitió vivir con cierta tranquilidad económica el resto de su vida. Nos instalamos en Sant Feliu de Llobregat, donde me casé, tuve a mis dos hijos y todavía hoy sigo viviendo. En la década de los sesenta, a través de Paco Ruiz Acevedo y Antonio González, entré en contacto en la clandestinidad con el Partido Comunista y Comisiones Obreras, y fui miembro del comité de empresa de Aluminio Hispano Suiza, fábrica que a principios de los setenta estuvo cuarenta y cuatro días en huelga en defensa de un convenio justo. También participé en la comarca de forma activa en el movimiento obrero antifranquista que luchaba por la defensa de unas mejores condiciones de trabajo. Con la muerte de Franco llegó la transición política. Una transición para muchos “modélica” y que se basó en un pacto de silencio. La reconciliación nacional se sustentaba en el olvido y en el perdón para los verdugos. Había que olvidar a nuestros familiares muertos, había que olvidar todas las vejaciones sufridas, no debíamos hablar de ellas y debíamos perdonar a las personas que las habían cometido. Pero perdonar qué, a quién, nadie reconocía ninguna culpa sobre todo lo ocurrido, nadie pedía perdón de nada y por supuesto nadie se sentó en el banco de los acusados por los crímenes cometidos. Muchos verdugos con una rapidez asombrosa “vieron la luz” y se convirtieron en demócratas de toda la vida. Por si había alguna duda, apareció Tejero y sirvió como toque de atención, democracia sí pero con ciertos límites. Franco había dicho aquello de “lo dejo todo atado y bien atado” y evidentemente su sombra era muy alargada. El miedo que impuso la dictadura en la sociedad española hizo que ni tan siquiera en las familias se hablará de estos temas. La transición consiguió que determinadas cosas cambiasen pero en algunas cuestiones todo continuó igual. Han tenido que pasar casi treinta años de democracia, ha tenido que crecer una generación de españoles en libertad y sin los miedos que la dictadura nos impuso para que se empiece a recuperar la memoria histórica de nuestro pueblo. Se crean asociaciones que trabajan para rescatar del olvido a las víctimas de la represión franquista. Con el apoyo de estas asociaciones se desentierran fosas comunes y los familiares, en bastantes casos los nietos de los fallecidos, pueden por fin dar una sepultura digna a sus seres queridos. Se editan libros que hablan de las cárceles de Franco, de los campos de concentración o de la famosa “ley para la redención de penas por el trabajo”, que no sirvió más que para convertir a miles de españoles en esclavos de Franco. Libros que hablan de lo ocurrido en las diferentes zonas y pueblos de España, libros que bajan de las cifras, siempre frías, a las historias y dramas personales que tanta gente sufrió. Se elaboran documentales que nos hablan de los maquis o de lo ocurrido en febrero de 1937 en la tristemente famosa carretera de la muerte que va de Málaga a Almería, donde asesinaron a miles de personas mientras huían de los sublevados. Las familias, por fin, hablan y recuerdan a sus seres queridos. En no pocos casos, los nietos que sólo sabían que su abuelo había muerto joven, descubren ahora que lo mataron por defender la legalidad republicana, por tener determinadas ideas o simplemente por caerle mal al cacique del pueblo. En el año 2001 fui, acompañado por mi hijo, a la presentación en Montilla del libro Los puños y las pistolas. La represión en Montilla (1936-1944), del historiador Arcángel Bedmar. El auditorio se llenó. Como alguien dijo aquel acto se había convertido en algo más que una presentación normal de un libro normal. Supongo que eran muchas las familias del pueblo que esperaron y soñaron con un acto como aquel durante muchos años, muchas las familias que al igual que la mía pensaban que había que homenajear a estas personas y rescatarlas del olvido, que había que denunciar todas las barbaridades que se habían cometido en un pueblo tranquilo y en el que prácticamente no se disparó ni un tiro. No se trataba de venganza sino de justicia, pero en todo caso que “cada palo aguante su vela”. Cuando por primera vez vi la foto y la vida de mi padre impresa en el libro me sentí feliz y orgulloso, sentí que se empezaba a hacer justicia. Habían tenido que pasar sesenta años desde su muerte, pero por fin se le restituía al lugar que moralmente le correspondía. La gente iba a conocer la verdad de un hombre bueno, cuyo único delito fue defender la legalidad republicana y pensar que un mundo mejor era posible. Parecía que las cosas empezaban a cambiar. En el año 2005 cumplí con un viejo sueño que había ido aplazando por diferentes motivos: fui a Mauthausen. También en esta ocasión mi hijo me acompaño. Mi hijo Francisco José desde muy joven se preocupó de saber qué había pasado con su abuelo, preguntó a su abuela o a mí, leyó las cartas y se define como un nieto orgulloso de su abuelo, de su trayectoria y de los principios y valores que defendió. Llegamos a Mauthausen un frío y lluvioso día del mes de mayo y lo primero que todos pensamos fue que si en primavera hacía tanto frío cómo sería aquello en invierno. Yo había leído libros, había visto documentales, pero estar allí era otra cosa, es muy difícil explicar lo que sentí, se mezclaron muchas sensaciones, rabia, dolor, impotencia, incredulidad, pena. Estábamos en uno de los barracones, miré a mi hijo y su cara era todo un poema, supongo que la mía no era diferente. Miré una de las fotos que había en la pared y me pareció o imaginé ver a mi padre, se me hizo un nudo en la garganta y estuve a punto de echarme a llorar. Íbamos mi hijo y yo por los barracones, cada uno por un lado y sin hablar, necesitábamos un poco de tiempo en soledad para digerir todo lo que estábamos viendo, todo lo que estábamos sintiendo. Llegamos al horno crematorio, había mucha gente y sin embargo el silencio era absoluto, el respeto era absoluto, los restos de miles y miles de seres humanos habían terminado en ese horno. El día siguiente, sábado, estuvimos en Gusen, era el final del viaje, era el lugar donde mi padre término sus meses de sufrimiento. Entramos en el horno crematorio y me emocioné al pensar que probablemente los restos de mi padre se quemaron en él. Las paredes estaban llenas de placas, fotos y recordatorios que los familiares habían ido dejando, mi hijo empezó a buscar un sitio para colocar una foto que había preparado de su abuelo Manuel y su hermano Juan con una pequeña recordatoria. Encontramos un sitio en la parte posterior del horno, mi hijo comenzó a preparar la foto para pegarla en la pared, le temblaban las manos y cuando terminó de colocarla pasó su mano por encima suavemente, como intentando acariciar a su abuelo, estaba emocionado. El domingo se celebró el acto oficial de conmemoración del sesenta aniversario de la liberación del campo. Primero hablaron los representantes de la Asociación Amical de Mauthausen y después las autoridades de diferentes comunidades autónomas que por primera vez acudieron. Aguantamos bajo la lluvia la llegada del presidente del Gobierno español. Algunos dicen que es muy importante que estuvieran las autoridades y que por primera vez el presidente del Gobierno español asistiera, otros más escépticos pensamos que los gestos son importantes, que las bonitas palabras quedan muy bien, pero ya veremos si esos gestos y esos bonitas palabras se plasman en hechos concretos y si realmente hay voluntad y valentía política u oportunismo político. Terminado el acto oficial, mi hijo y yo fuimos a ver los tristemente famosos 186 peldaños de la escalera que había en la cantera de Mauthausen y que los presos subían y bajaban durante todo el día con piedras a la espalda. Yo no pude hacerlo, pero mi hijo cumplió con el ritual y bajó y subió los escalones. Al día siguiente volvimos a Barcelona, yo estaba agotado pero feliz, orgulloso, y con la sensación de haber hecho algo que debía hacer, que le debía a mi padre, había honrado a mi padre y a los más de siete mil españoles que murieron en los campos de concentración nazis. Las personas cuando quieren acercarse a sus seres queridos desaparecidos van a los cementerios, yo tengo que ir a Gusen, en Austria. Siempre he llevado a mi padre en mi corazón pero nunca me sentí tan cerca de él, tan orgulloso de él como en aquellos días. En Mauthausen se nos acercó una pareja de chicos jóvenes españoles, estaban de viaje en Viena, se habían enterado que se celebraba el acto, habían acudido y se llevaron una sorpresa al ver tantos españoles, pues no sabían que en los campos de concentración nazis habían muerto compatriotas suyos. Ojalá este hecho fuera una anécdota pero desgraciadamente es la injusta realidad de nuestro país, una realidad que el Gobierno se empeña en mantener con una ley para la recuperación de la memoria histórica que supone una decepción más para las víctimas de la dictadura y sus familiares y que pretende ser una nueva ley de punto final. Alemania pidió perdón por todo lo cometido e indemnizó con una pensión vitalicia a las viudas de los españoles asesinados en los campos, el Gobierno francés en 2004 reconoció su responsabilidad en la deportación de los republicanos españoles a Alemania y desde entonces cobro una pensión de orfandad vitalicia que me permite vivir mejor, ya que mi pensión de jubilación es la mínima. Como a mí me gusta decir, mi padre sigue cuidando de mí. Mientras tanto, hemos acertado los que, escarmentados por la experiencia, en Mauthausen no nos fiábamos de los políticos y de las bonitas palabras de Rodríguez Zapatero. No hay voluntad sino oportunismo y probablemente falta valentía. La sombra del general sigue siendo alargada. Pero por mucho que se empeñen no nos van a callar. Los familiares, con la ayuda de las asociaciones memorialistas, vamos a seguir reivindicando la memoria de nuestros seres queridos, aireando las barbaridades que se hicieron durante la dictadura, pidiendo que desaparezcan de nuestras calles y plazas los nombres de los sublevados, denunciando la existencia de monumentos que homenajean a los golpistas responsables de tantos asesinatos. En definitiva, vamos a seguir pidiendo al Gobierno legítimo de España que restituya al lugar que moralmente les corresponde a unas personas que lo único que hicieron fue defender al Gobierno legítimo de España.
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