José Noguera Castell

Yo nací el 3 de octubre de 1920, en la aldea de Ochavillo del Río, en Fuente Palmera, provincia de Córdoba. Tengo por tanto 87 años, casi 9 décadas vividas, con una experiencia en mi juventud, que ha marcado mi manera de pensar. Mi padre, un trabajador, que no pertenecía a ningún partido, ni sindicato, cuando yo era pequeño me decía: hijo, el capitalismo si te da algo es a cambio de quitarte más de lo que te da. Aquella idea me ha acompañado toda mi vida y me ha ayudado a saber cual era mi lugar. Yo he sido un buen trabajador, honrado, nunca he militado en ningún partido, pero he sido siempre simpatizante de la izquierda, que es el sitio natural de la clase trabajadora.

Cuando se produjo el golpe de estado en el 36, tenía 15 años, me dirigía a Posadas a buscar a mis padres que trabajaban en un cortijo cercano. Cuando llegué al pueblo estaba controlado por las fuerzas leales a la República. Entre parte de la gente que se encargó de la defensa de Posadas había una cierta obsesión de que todo el que entraba allí era un espía. Así que cuando llegué, me cogieron, me acusaron de ser un informador del enemigo y sólo querían matarme. Yo les daba mis razones, pero no me escuchaban. Unos señores mayores que había allí intercedieron por mí, intentando explicar a los exaltados que yo sólo era un chiquillo, que no entendía nada de lo que estaba pasando. Al final los convencieron y me soltaron, pero pasé mucho miedo.

Después de aquella experiencia fui al encuentro de mis padres, allí, unas semanas más tarde, hice amistad con dos compañeros mayores que yo, de entre 25 y 30 años que eran de Almodóvar. Ellos me propusieron ir al Frente,  yo impulsado por el instinto aventurero de la juventud me fui con ellos. Primero estuvimos en Pueblonuevo del Terrible y de allí decidimos irnos a Madrid. Cuando llegamos a la capital, era septiembre. Unos compañeros nos contaron que habían estado en una zona de conventos y que vieron unos túneles subterráneos que conectaban aquellos edificios entre si, y que en aquellos pasadizos había un montón de nichos muy pequeños, creo que no hace falta explicar más. Es muy fácil predicar una cosa y hacer otra a nuestras espaldas.

En la calle Claudio Coello, en un convento,  había un centro de alistamiento al que me dirigí con mis compañeros. Tuve que dejarme la barba y mentir en la edad para que me dejaran apuntarme al ejército republicano. Pedimos ir a la Columna de Extremadura-Andalucía, que estaba muy solicitada porque en Madrid habíamos muchos andaluces. Mi hermano Rafael estaba en Villanueva de Córdoba, también en el ejército republicano, Villanueva y la zona del Valle de los Pedroches resistió y fue defendida valientemente hasta el 39.

Como hacía falta gente para ir a Teruel, en vez de enviarnos para Andalucía nos mandaron para Aragón, cogimos unos camiones a Tarancón y de allí a Cuenca. Nos dijeron que teníamos que ir a Teruel caminando, por unas carreteras malísimas, sin armas, sin uniforme, sin botas hasta que llegamos a Dos Torres, donde estaba la Comandancia. Nosotros pertenecíamos a un Batallón de Zapadores, éramos todos milicianos: unos comunistas, otros anarquistas, también socialistas, pero todos defendíamos la República. 

Recién llegados, aún no había nada montado allí y nos enviaron a un puesto de observación. Subimos con un Cabo que nos dijo que si a las 10 o las 11 de la noche no había vuelto, que nos bajáramos al campamento. Aquella noche nevaba y hacía un frío que se calaba hasta los huesos, así que al llegar la hora, bajamos, y casi nos cuesta la vida. Nos acusaron de abandonar nuestros puestos y nos tuvieron 7 u 8 días encerrados, sin saber que iba a ocurrir, esperando en cualquier momento ser fusilados. Unos madrileños que se encontraban con nosotros, con su arrojo, nos salvaron la vida, pues se enfrentaron a los que nos venían a buscar. Al final se pudo averiguar como habían sucedido los hechos y que nosotros obedecíamos las órdenes de aquel Cabo, que se fue de novias y del que nunca más supimos nada.

Estuvimos también en Albarracín, que tenía unas calles muy empinadas y en invierno el frío era criminal, y en un pueblo de Cuenca, donde nos mandaron hacer un refugio para la Plana Mayor. Ya en el 37 la Comandancia es trasladada a  Casas Altas, entre Valencia, Cuenca y Teruel.  Yo, gracias al sueldo que cobraba, 10 ptas. cada día,  tenía mi cazadora de cuero, mi reloj y mi pluma, como casi todos los compañeros del Batallón. Otros casi a cuerpo descubierto tenían que hacer guardias en medio de la nada, con aquel frío inhumano. Los Zapadores nos dedicábamos a hacer obras: carreteras y pistas para que pudieran pasar los camiones que tenían que proveernos y transportarnos, y otros vehículos a motor. Cuando trabajábamos éramos objetivo de los aviones que venían a lanzarnos bombas, yo tuve la suerte de contar con mis dos amigos que me hicieron de padres, siempre vigilando para que no me pasara nada malo. Después  no los volví a ver más, no sé que pasaría con ellos, pero nunca los he olvidado, eran dos hombres valientes y luchadores que siempre me protegieron.

La guerra para mi acaba en Teruel, cuando entran las tropas franquistas lanzando sus famosas octavillas, esas que decían que el que no tuviera delitos de sangre no debía temer nada, que podía entregarse, y así lo hicimos, tampoco teníamos más opciones. Nos entregamos en Teruel capital, nos quitaron las navajas que llevábamos y nos metieron en la plaza de toros. Lo primero que hicieron fue llevarse a los mandos,  entraban los soldados franquistas y se los llevaban para pasearlos. Nos quedamos los soldados, éramos tantos que no cabíamos en la plaza,  teníamos miedo de que en aquel desgobierno nos pasara algo, hasta que llegó un general que puso orden. Hizo poner unas alambradas, nos dividió por compañías y le dijo a uno de los nuestros que hiciera una lista con los nombres y la filiación de los que estábamos allí. El compañero que se encargó de ese trabajo me salvó la vida al poner en el apartado de filiación: indiferente, nunca se lo agradeceré bastante. 

Un grupo de soldados franquistas se encaprichó de mi reloj, me lo había comprado en Madrid, y quisieron quitármelo, yo me resistí. Al día siguiente se presentó uno de ese mismo grupo y me habló con toda nobleza diciéndome que los que le acompañaban me lo quitarían por las malas, así que decidí dárselo a él, quien me dio 5 duros para compensarme, me dijo: ya sé que vale más pero sólo tengo esto. En todas partes hay gente buena.

Me llegó el momento de marcharme, llevaba un documento que decía que mi destino era Fuente Palmera, en Córdoba. Éramos unos 300 en la estación, nos metieron en un tren a Calatayud, cuando llegamos, al bajar, me llevaron a la Comandancia, donde me dijeron: pero si tú tienes que ir a Andalucía y me metieron en un mercancías hacia Valencia y de allí a Posadas, Córdoba. Cuando llegué a Posadas me encontré reviviendo la situación de tres años atrás sólo que habían cambiado los actores, me bajé del tren y me encontré con unos individuos que se acercaron a mi con no muy buenas intenciones. Yo intenté enseñar el salvoconducto y me pusieron una pistola en la espalda y me dijeron: ¡cómo te muevas te pego un tiro que ardes, Rojo!. Me llevaron encañonado al cuartelillo, allí me buscaron en los listados de los de izquierdas que tenían que llegar y yo no estaba en la lista. Por fin me preguntaron que a dónde iba y enseñando el documento que me habían dado dije que a Fuente Palmera, entonces me dijeron que porqué no lo había dicho antes, pues porque no me lo habían preguntado, sólo me habían amenazado. Me dejaron en libertad y pude llegar a Ochavillo del Río, a la casa de mi familia. Lo primero fue presentarme ante las autoridades en Fuente Palmera, sólo tuve que hacerlo una vez, eso gracias al indiferente que el compañero puso al rellenar mi ficha.

Cogí la viruela y por eso no pude ir a la mili cuando llamaron a mi quinta, lo hice un poco más tarde. Estuve 18 meses en el cuartel de Córdoba. Al principio nos trataban con desprecio, si éramos unos 300 hombres, 200 habíamos combatido en Zona Roja, aún yendo nosotros armados se permitían el lujo de llamarnos Rojos con mucho odio, y a decir cosas como: ¡dale una patada a ese Rojo!. Eso era lo más normal hasta que un Teniente Coronel prohibió la palabra Rojo en el cuartel, dijo que allí todos éramos soldados,  e iguales. Yo también me libré de ir a la División Azul, porque pedían voluntarios para ir al frente de Rusia y casi nadie quería ir. En otros cuarteles cuando no había voluntarios los elegían a dedo, en el mío yo no vi que pasara eso. Cuando terminé en Córdoba tuve que ir a Cádiz para coger el barco a Lanzarote donde estuve otros 18 meses. En las Canarias acabé aquel interminable servicio militar en que las vejaciones, el hambre y otras miserias eran el pan de cada día.

Creo que he sido afortunado, otros no tuvieron tanta suerte, volví sin heridas de la guerra, no sufrí represalias, no tuve que luchar en la II Guerra Mundial, pude volver a mi pueblo, casarme y tener mis hijos. Pero no pude librarme de la posguerra que fue muy dura para todos, mucha hambre y necesidad, y la pena de no poder ayudar ni a los tuyos porque la situación era muy difícil. En el pueblo no podías hablar con un grupo de amigos, en cuanto se juntaban tres o cuatro personas ya parecían sospechosas de conspirar contra el Régimen. Y en el trabajo, si alguien te ponía en duda o te acusaban de algo ya no te contrataba nadie, a mi no me pasó pero si a algunos compañeros.                           

En el año 62 me vine a Cornellà de Llobregat, aquí he trabajado mucho para sacar mi familia adelante y también aquí observé que la dictadura vigilaba por igual pueblos que ciudades. Me acuerdo que cuando la comunidad de vecinos se reunía, teníamos que pedir un permiso para hacerlo, ahora la gente no se cree que eso sea verdad.

Quizá, el que mucha gente se atreva a decir que las cosas que hemos vivido y hemos visto los que nos jugamos la vida por defender la democracia, no son ciertas, es lo que me ha impulsado a escribir estas líneas explicando algunos retazos de mi vida. La vida de un niño que luchó por la República y la de un hombre que 71 años después se siente muy orgulloso de ello.