CARLES NAVALES TURMOS
Hicimos lo que pudimos
En memoria de Isabel Aunión,“
La Negra”. El Serrat es uno de los magníficos valles que tiene Andorra. El día 8 de septiembre de
1963 viví allí una de las experiencias que más han marcado mi vida. Tras 23 años
sin verse, se abrazaban todos los miembros de la familia Navales. Una mitad
vivíamos en Cornellà y, la otra en Francia y Andorra.
La guerra civil la rompió; los que habían sido concejales del ayuntamiento de Cornellà u oficiales del Ejército de
la República
tuvieron que exiliarse sin posibilidad de entrar en España. Pasamos tres días
juntos y fue el del Serrat el más completo; jugamos
en sus montes y riachuelos, buscamos robellones, y comimos en el Hotel del
mismo nombre, que abrió especialmente para la ocasión; lo construyó la empresa
de un tío mío y aún no había sido inaugurado.
Yo tenía diez años. Lo
único que entendí es que los míos perdieron la guerra y tuvieron que irse. Para
un niño, lo que quedaba claro es que si los echaron de España es porque eran
los más valientes, y que si en Andorra podíamos estar juntos, ojalá en nuestro país algún día también pudiera ser así.
Yo no quiero
la
Patria dividida
ni por siete cuchillos desangrada:
quiero la luz de Chile enarbolada
sobre la nueva casa construida:
cabemos todos en la tierra mía.
Escribió
Pablo Neruda, en su “Aquí me quedo”, cuando el toro bravo olía la
muerte que los generales traerían al Chile de su corazón. Sin saber expresarlo
así, aquel niño de diez años sentía lo mismo que el poeta.
Si eso
me pasó a los diez años, no menos fuerte fue el impacto que ya había recibido a
los nueve.
Era el 13 de septiembre de
1962. Mi barrio, y toda la
ciudad, quedaron conmocionados un mediodía, cuando sonó la sirena de
la Siemens, que era la de Cornellà, esa que anunció el final de la guerra civil y que
nos hacía saber cada día que ya era hora de ir a comer.
Recuerdo estar jugando en la calle Torras i Bages, al lado de mi casa. Como cada día, tras el chiflido,
esperábamos que la calle se llenara de trabajadores yendo hacia sus casas a
llenar la tripa. Unos iban andando, otros corriendo y alguno en bicicleta,
según distancia y fortuna. Pero esa vez sólo un trabajador subía a pie y con la
cara abatida. Le preguntábamos que había pasado, pero no contestaba nada claro.
Comenzaba la huelga de Siemens.
De inmediato, la carretera se llenó con jeeps de policía. Algunos niños nos acercamos a la puerta
de la fábrica para ver que pasaba. Intuimos que los trabajadores se negaban a
salir. Supimos después que estaban en huelga desde las diez de la mañana para
conseguir un mejor salario, que entonces -horas extras incluidas- tenía por
media 400 Ptas. semanales. Al poco llegó un coche, del que bajó un mando de
la Guardia Civil.
Percibimos que se trataba de un pez gordo a la vista de la energía con que se
cuadró ante él el comandante de puesto, señor Copero,
célebre por sus siempre frustrados intentos de mantener el orden en el campo de
fútbol del Cornellà cuando la afición la tomaba con
el árbitro y decidía llevarlo en manifestación hasta el canal de
la Infanta.
Al poco, el pez gordo, que era coronel,
sentenció que o salían los trabajadores de la fábrica u ordenaba tres toques de
corneta y carga. Como es sabido, por ser un cuerpo militar las de la guardia
civil no eran cargas preventivas, sino a tiro limpio. Llegado ese momento,
desalojaron la calle y nos hicieron marchar hacia nuestras casas. Lo demás ya
está más que escrito.
Al poco, una noticia que impactó al barrio
entero. Josep Bach i Molas, nuestro mossèn Bach, estaba detenido en una comisaría de Barcelona.
Se trataba de un hombre muy conservador, pero con vocación social y al que el
barrio aún no le ha hecho justicia: él construyó escuelas e instituto. Huyendo
de la policía, un grupo de trabajadores de Siemens buscó refugio en la iglesia,
lugar de paz. Al último en querer entrar, justo en la puerta, un policía le
cogió del brazo y mossèn Bach, sin pensarlo dos
veces, lo tomó por el otro tirando de él hacia dentro del templo. La cosa quedó
en tablas y el párroco le dijo al policía que si detenían al trabajador se lo
tenían que llevar también a él, así que el guardia cargó con ambos.
Mi curiosidad de niño, me llevó a ir a la
iglesia a ver que pasaba. Era otro día. Dentro, un grupo de unos veinte
trabajadores de Siemens en corrillo dialogando sobre qué hacer. La batuta la
llevaba otro entrañable, aunque vivía en los pisos de
la Siemens (que también lo
eran de
la Pirelli,
la Neyrpic y Tomás Blay), se trataba de Simón, el mejor
tanguista que ha tenido el barrio. Al poco, un huelguista gritó que venía la
policía. Los reunidos no sabían cómo salir de allí. Le dije a Simón que me
siguieran. Subimos al coro, sabía que había una ventana que daba al colegio, y
afortunadamente estaba abierta. Saltamos por ella, bajamos las escaleras y
fuimos al despacho del director, que tenía otra ventana que daba frente a
la Ferretería Povin, y por allí escapamos todos. Como
sólo tenía nueve años y de mí no iban a sospechar, fui hacia la puerta de la
iglesia. El desconcierto era total entre los policías. No había nadie en el
templo; nos habíamos esfumado. Seguro que alguno de ellos creyó que se trataba
de un milagro y se convirtió en hombre de bien. La verdad, ese día me sentí un
héroe, pero un héroe frustrado: ¿a quién iba a explicar tanta hazaña?, y, si la
contaba, ¿se la creería alguien?, y, si se la creía, ¿sería premiado o
castigado? Así que guardé el secreto.
Todo el barrio colaboró a su manera. Fiando
en las tiendas, ayudándose unos a otros, hasta que la huelga terminó; pero en
la calle quedaron cuarenta y dos trabajadores despedidos, bastantes de nuestro barrio: todos gente de bien.
En mi conciencia de niño quedó claro que
existía la injusticia: ver a mossèn Bach en comisaría
y a aquellos vecinos, padres de mis amigos, despedidos, no daba para menos.
Por lo que hace a lo social, en el Cornellà de 1960 lo único que me hacía alucinar era ver la
maqueta de lo que sería el barrio de San Ildefonso, que iba a construirse en
los campos y viñas donde tantas veces habíamos jugado. Aquello era Hollywood: piscinas, escuelas, parques… Los niños
íbamos cada día a contemplarla para soñar un poco, estaba expuesta donde se
construían los primeros bloques. El final, otro shock para mi conciencia infantil: de lo prometido nada, y a los diez años suspensión
de pagos de la constructora dejándonos 50.000 habitantes con piso y sin
servicios. Ese fue el gran cambio de la ciudad que vivimos los niños de mi
generación.
Infancia, …
Muchos impactos para un niño de diez años,
nacido en Cornellà de Llobregat el 8 de diciembre de 1952, hijo de un obrero, que se levantaba cada día a las
cuatro de la madrugada para ir a trabajar a
la Cooperativa Vidriera
de Cornellà (El Forn del Vidre) -fundada por los de Joan Peiró en 1932-, y al que no veíamos, todo y siendo socio cooperativista fundador,
hasta la noche, cuando volvía a casa cansado de tanta hora extra. Lo de mi
madre no era para menos. Trabajaba en casa, asistida por mi abuela, en el
oficio de modistilla; ella hacía los mejores vestidos de Cornellà;
el precio era el de trabajar más horas que un reloj; y aunque trabajaban tanto,
nunca tuvimos para comprarnos ni piso ni coche; es más, cuando supieron que
esperaban un tercer hijo, que era yo, se plantearon seriamente la posibilidad
del aborto, pues la economía familiar no daba para tanto. Felizmente para mí,
dieron marcha atrás.
Los abuelos vinieron del Aragón a principios
de siglo: los paternos se instalaron primero en Viladecans y después en Cornellà, y los maternos en el barrio de Sant Andreu de Barcelona y
en Cornellà cuando la fábrica Pastas Gallo se
trasladó desde aquel barrio a Esplugues de Llobregat.
De la escuela, teniendo en cuenta cómo era la
de entonces, no me puedo quejar. Los párvulos los pasé en el Pedró. Le caí bien a la maestra, Maria Rosa Andorrà, quizá porque hablaba catalán, idioma que
cultivaban ella y los suyos. Allí conviví con las primeras migraciones del
barrio, que levantaron sus casitas alrededor del cementerio. La verdad, en el
parvulario hablábamos indistintamente catalán o castellano, según lo entendiera
o no el compañero de clase. En eso tuve suerte. Nunca me sentí agredido en mi
lengua materna, algo que, sin duda, marcó mi talante futuro. Eso sí, la
instrucción era en castellano: para la dictadura esa era la lengua del Imperio:
¡pobre castellano!, tener que aguantar eso.
Mala suerte en la enseñanza primaria. Era la
escuela nacional de Torras i Bages. Cantos
patrióticos antes de comenzar la clase; loas a la grandeza del Imperio el Día
de
la Hispanidad;
panegíricos contra el comunismo en los aniversarios de la sublevación
franquista…; y la vara, la cuerda y la caña americana como método
educativo. Tuve suerte, pues nunca probé el arsenal pedagógico de aquel maestro
de ocasión, seguramente porque él era maño y existía una sincera amistad entre
su mujer y mi abuela.
Mejor me fue con el bachillerato en
la Academia Junyent,
a la que bajaba cada día andando. El maestro, Don Jesús Cañizares Sáez, era
natural de Valladolid, joven y fumador de Peninsulares (los Extras en las
grandes ocasiones), e hijo de un policía de
la Brigada Criminal,
que murió en un tiroteo cumpliendo con su deber. La verdad, era una persona
excelente. Se bastaba él sólo para conducir con éxito un aula en que se
mezclaba desde la enseñanza primaria hasta el bachillerato, con clases de
nocturno para los que eran algo mayores y ya trabajaban en fábrica. Saqué
Matrícula de Honor en la prueba de ingreso para el bachillerato, algo que, en
aquellas condiciones, era toda una proeza suya y mía. Además, un día a la
semana nos enseñaba canciones tradicionales, y una vez al año actuaban un
ventrílocuo y un auténtico cowboy, que también trabajaba como figurante en los westerns-spaghetti que se filmaban en Esplugas City, aquellos Estudios Balcázar.
Ambos eran de primer nivel. Como la directora, señora Bizcarra,
hablaba catalán, el uso del idioma tampoco fue un problema.
Pasé al Instituto de San Miguel (filial del
Jaime Balmes de Barcelona), que estaba más cerca de
casa. Allí me fue muy mal. El director era un personaje tan catalanista como
integrista, amante de la disciplina más férrea. Y los profesores, en su mayoría
dejaban mucho que desear. Tan absurdo era todo que acabaron echándome por
defender de palabra a unos alumnos a los que acusaban de haber enviado una nota
insultante a una profesora. Sabía que eran inocentes y así lo dije. En resumen,
nos expulsaron a todos del colegio y tuvimos que ir al recién inaugurado, hoy Francesc Macià, hasta que se
descubrió que la célebre nota la habían escrito unas alumnas de un colegio
cercano para chinchar a la tal señorita. Así que nos
readmitieron, pero el mal ya estaba hecho. Solamente había recibido el aliento
y comprensión del profesor de dibujo Don Álvaro Alonso, viejo socialista con el
que aún mantengo una sólida amistad, y de otro profesor, que era falangista, y
con el que lamento haber perdido la relación. Otro falangista, sin embargo,
continuó haciéndome la vida imposible: llegada la democracia se hizo
nacionalista afiliándose a CDC, logrando una importante posición institucional
en el deporte catalán; lamentablemente, murió en accidente de tráfico.
La verdad es que comencé a sentirme tan
desmotivado para estudiar, que decidí iniciar otra vida y, poco a poco, fui
dejando de ir a clase, hasta abandonar la escuela del todo cuando terminé sexto
curso de bachillerato sin aprobar matemáticas y física. Tenía 17 años.
Como fuera que mi vocación era el cine y no
se enseñaba en
la
Universidad, ni mis padres aceptaban que marchara a París por
mi cuenta para estudiarlo, acabar el bachillerato carecía de sentido para mí. Y
es que el dinero nunca me ha motivado: hoy vivo, como siempre, en casa de
alquiler y, también como siempre, sin coche ni carné de conducir; eso sí, tengo
todo lo necesario para cocinar a gusto, un magnífico proyector para ver cine y,
entre libros, discos y películas, unos diez mil ejemplares que, día y noche, me
hacen compañía
.… adolescencia
…
Y, sin darme cuenta, ya era un adolescente.
Mi formación la debo más al cine Edison y a la
biblioteca de Cornellà que a mis maestros (Don Jesús
y Don Álvaro, aparte). Quizá por eso mi vocación ha sido siempre el cine. Así
que a los 15 años dirigí una película y a los 16 otra. Eran dos cortometrajes.
Uno se tituló “El toxicómano”, pero no pudimos acabarlo por falta
de dinero. El otro, “Monsieur Bufallaunes”,
rodado en color y
8 mm., que
se estrenó el año 1969, con motivo de
la Semana de Juventud de Cornellà.
Era una crítica, en clave de comedia de humor, sobre las carencias sociales de
nuestra ciudad. También organizaba y era ponente de cine forum en todos los
barrios. Después vino lo de escribir en la prensa, animado por el conserje del
instituto, Don Juan Romero Conejo, con el que aún hoy me relaciono. Comencé, de
su mano, en la revista local “El Pensamiento” como corresponsal de
mi barrio. Después lo fui de Cornellà en las agencias
EFE y Europa Press, y en
La Vanguardia, hasta que
me metieron en la cárcel y perdí tales privilegios.
A los diecisiete años uno ya es consciente de
que ha de ir decidiendo por donde encarrilará su vida. Ayudaba a mi padre en el
cobro de los recibos de “El Ocaso” y el “Futbol Club Cornellà”, lo que posibilitó que conociera
la ciudad al dedillo, y hacía un año que había comenzado a trabajar, para
pagarme los estudios, en la empresa Elsa de Cornellà.
Mi hermana era la secretaria del director y medió para que me contrataran como
auxiliar administrativo. Los veranos iba a París a ver cine, unos años alojado
en casa de un tío mío y, otros, donde podía. Me apunté
a la coral del Orfeó Catalònia,
su cuadro teatral y su sección cultural “Los trovadores”; después
los jóvenes creamos “Nova Gent”, grupo de
teatro que hizo entrar aire nuevo en la entidad. También comencé a estudiar
sociología en el Instituto de Estudios Sociales de Barcelona con el añadido que
los lunes, al salir de clase, iba con Salvador Colominas al Teatro Romea, que
ese día de la semana daba teatro contemporáneo de la mano de Ricard Salvat, el cual nos dejaba
entrar gratis. Me hice socio del Centro Social Almeda,
donde un grupo de jóvenes organizaba cosas con vocación de barrio, pero también
de ciudad. La revista “El Pensamiento”, que dirigía el arcipreste Jaume Rafanell, era otro lugar
que acabamos ocupando los jóvenes renovando sus contenidos. Y, alguna que otra
noche, a la “Peña Fosforito” a oir flamenco, como buen amante del jazz que era y soy.
… y primera juventud:
La suerte estaba echada. Mi inclinación se
decantaba hacia lo social, hacia la recuperación de las libertades, algo que
aparecía como muy lejano. Nuestros mitos eran Martin Luther King, Bobby Kennedy, Ghandi… y, la verdad, el hecho de que
todos hubieran sido asesinados en países democráticos nos hacía creer que lo de
aquí no se acabaría nunca, pero, afortunadamente, Franco sólo ocupó cuarenta
años
la Silla:
cinco de mi juventud, que es bien poco.
Decir que del Orfeó Catalònia me apartaron de la junta en 1972 por no
gustarles lo que hacíamos, y la revista “El Pensamiento” fue
cerrada por el Régimen también por esas fechas, así que mi actividad social se
centró en el Centro Social Almeda, la prensa
barcelonesa y, algo importante, en 1971 me presenté a las elecciones sindicales
que se celebraron el mayo de aquel año. Resulté elegido, pasando a ser el
secretario del Jurado de Empresa de Elsa, fábrica vidriera de unos 900
trabajadores, donde conocí a dos grandes maestros del sindicalismo, Don Antonio
Sánchez y Don José Maria Luque, el uno comunista y el otro socialista. José
María era jurado de empresa, a pesar de que
la UGT se oponía a que sus militantes participaran
en las elecciones sindicales. En su casa nos vimos con Valentín Antón, líder de
los ugetistas catalanes, e intentamos convencerle del
error. Él líder mantuvo su posición, pero aceptó que los militantes que
quisieran se presentasen y me animó a afiliarme al sindicato socialista.
Decliné su invitación, pues no se trataba de que los que quisiéramos
participáramos en las elecciones sindicales; el tema era que
la UGT tenía una estrategia
equivocada, como ya en democracia reconoció Nicolás Redondo.
Así que continué como jurado sindical
independiente, lo que no quitó que la dirección de la empresa, al comprobar mi
actitud en defensa de los derechos sociales, me exiliara a “
La Siberia”.
Así es como llamábamos al almacén que tenía en Sant Joan Despí, en el que estaba sólo y aislado de la
fábrica. Eso era algo habitual y comprensible en aquel tiempo; lo que no
entendí nunca es que cuando, ya en democracia, volví a la empresa, que era una
Sociedad Anónima Laboral, los directivos de izquierdas me confinasen de nuevo
en “
La Siberia”. Y es que a veces algunas
derechas y algunas izquierdas son igual de crueles.
No ocultaré que tanto yo como los jóvenes con
que me relacionaba, no sentíamos nuestros los planteamientos de CC.OO. y el PSUC, aunque sus actos de audacia nos merecían
gran respeto. Pensábamos que eran gentes teledirigidas, quizá porque su arraigo
ciudadano era muy poco. Con el tiempo fuimos conociéndonos mejor.
Así que actuábamos sin adscripción política y
en la legalidad. Nos habíamos dado cuenta que desde la legalidad era posible
hacer más cosas que llegaran a la gente que desde la clandestinidad. Los de CC.OO. así lo entendían también en la vertiente sindical,
pero, quizá por provenir en su mayoría de la inmigración, no optaron por
arraigar en las entidades autóctonas; además, eran bastante pocos.
En aquel período dos hechos importantes:
la Semana Cultural de Almeda de septiembre de 1970 y el desbordamiento del
río Llobregat en septiembre de 1971.
La semana cultural fue un acto de libertad:
pasaron por el barrio cantantes como Paco Ibáñez, que actuó al aire libre con
los ruidos y humos de la fundición Laforsa por todo
decorado; también Els Joglars,
que entonces comenzaban, y tantos otros. Lo más importante es que la gente del
barrio, por primera vez sintió el orgullo de ser de Almeda y, los que éramos de otros barrios de Cornellà, el de
ser ciudadanos de nuestra ciudad.
Al año, la riada. Toda la parte baja de Cornellà inundada. Me pilló estando en Almeda,
y de tan cerca que cuando vi cómo venía el agua me
puse a correr y ya me llegaba a la cintura cuando logré refugiarme en la casa
de unos amigos, en la que pasé todos aquellos días. Si el barrio encontró su
orgullo en la semana cultural y ya se había movilizado discretamente para
evitar el derribo de un bloque de viviendas sociales, la riada fue el colofón.
Es esta una página ya muy explicada, pero lo que es inenarrable es el
sentimiento de solidaridad que existía entre todos los vecinos; durante unos
días supimos que la igualdad era posible, una lección que no se aprende en
ninguna universidad como la aprendimos allí.
Pasada la catástrofe vimos que debíamos
coordinarnos con los diferentes barrios y también con las fábricas, pues todos
habíamos actuado a una durante el desastre, pero no había instancia legal que
permitiera una relación estable. Así que fundamos lo que llamamos Comisiones de
Barrios y Fábricas, que tuvo por ámbito la comarca del Baix Llobregat y que no tenía relación directa con ningún
partido político. Lo cierto es que, para bien y para mal, ese paso hizo subir
la temperatura ideológica y el voluntarismo, pues no son lo mismo las cosas
cuando se debaten desde la barrera de la clandestinidad, que cuando uno ha de
torear en la plaza pública de la legalidad. Pero fuimos respetuosos con la
forma de ser de cada cual, lo que permitió que aquello sobreviviera e hiciera
algunas cosas de provecho.
De la comisaría a la cárcel
Y todo me parecía que iba tan bien cuando la
madrugada del domingo 13 de febrero de 1972 sonó el timbre de mi casa.
La Brigada
Político-Social venía a detenerme. Estaba prevista una
jornada de lucha de trabajadores y estudiantes para el lunes siguiente. Era en
solidaridad con las fábricas en lucha y contra la ley de educación que quería
imponer el gobierno. Por primera vez estudiantes y trabajadores iban a una.
Conmigo, detuvieron a siete sindicalistas más.
De mi paso por comisaría saqué varias
experiencias. Conocí la tortura, verdadera cara del Régimen; conocí la fuerza
emotiva de la solidaridad en un momento difícil; y sufrí pensando en lo mucho
que deberían estar padeciendo mis padres. Como siempre una nota cómica.
Entonces, la canción de moda se titulaba “Soy rebelde”, estaba
compuesta por el Maestro Alejandro y la cantaba la inglesa Jeanette.
Pues bien, en los calabozos del sótano de Via Laietana, el carcelero, mientras paseaba, iba haciendo
girar la porra inconscientemente mientras la tatareaba: “Yo soy rebelde
porque el mundo me hizo así…”.
El comisario que dirigió mi interrogatorio y
las sesiones de tortura se llamaba Genuino Navales, curiosamente. Murió hace
unos años al quedar atrapado, lamentablemente, en un pozo aséptico de su finca
de Castilla. He conocido a su hijo, que se llama Carles,
como yo, y le he expresado que no siento ningún rencor por lo que me hizo su
padre, pues no fue más que el resultado de un Régimen que forjó muchas personas
como él. Eso sí, lo que no entendí nunca es que ya en plena democracia se le
condecorara con
la Gran Cruz
de
la Orden de
Isabel
la Católica,
máxima encomienda del Estado.
Quién suscribe lo tenía muy mal. Habían
encontrado un paquete cerrado con varios ejemplares de la revista comarcal
clandestina “Prensa Obrera” y de otras publicaciones políticas, a
la vez, en casa había muchos libros no autorizados en España, fruto de mis
viajes a París. No tuve la misma suerte que el compañero Francisco Pareja, al
que también detuvieron aquella noche. Durante el registro de su casa vieron que
había un libro titulado “El capital”, cuyo autor es Carlos Marx, pero un policía le dijo al otro: “Con ese
título no será nada malo…, debe ser cosa de empresarios”.
Lo peor es que me enseñaron la declaración de
un compañero mío, firmada de su puño y letra, al que habían detenido tiempo
atrás, y en la que “cantaba más que una almeja”. Nunca le he dicho
a él que la vi, y nunca se lo diré, como tampoco he
revelado su nombre a nadie: entiendo que en una situación como aquella uno
pueda hundirse.
En medio del interrogatorio, otra lección. En
un momento de descanso, entró en la pequeña sala un policía de paisano que
venía de las manifestaciones estudiantiles. Se dirigió a mí en catalán, que se
notaba era su lengua materna. Eso me dio esperanza, el que hablara catalán me
hacía suponer que sería menos malo que los demás; pues no, resultó ser el peor
de todos. Ya lo ven, entonces si hablabas bien de Franco en catalán no te
pasaba nada, pero si hablabas mal del general en castellano o en catalán, te
tomaban la medida enseguida.
Al volver a la celda miré a las de enfrente.
En una estaba Antonio García y en otra Antonio Luque, ambos de Siemens: la
fuerza de voluntad que me dio su mirada es impagable, con sus ojos me decían
que estaban orgullosos de que hubiera resistido; después desenvolví un
bocadillo que me trajo mi madre y mi tía y en el papel de periódico de
“El Correo Catalán” una pequeña noticia explicando que varias
fábricas de la comarca habían parado en solidaridad con nosotros: ya fue el súmmum. Aquella noche dormí en la gloria.
Tras los tres días que permitía la ley nos
tuvieran incomunicados, pasamos a disposición del juez, que puso en libertad a
todos menos a mí, acusado de propagandas ilegales. Así que del juzgado fui a la
cárcel, donde estuve tres meses, hasta que logré la libertad provisional en
espera de juicio.
En
la Cárcel Modelo
aprendí muchas cosas. Por supuesto a abrir toda clase de coches y que al caco
se le llama chorizo para expresar que es un ladrón de poca monta incapaz de
robar nada más que el bocadillo de chorizo del albañil que está en el andamio.
Conocí a ladrones de altura, que se centraban en las viviendas del cuerpo
diplomático y en obras de arte, también a pobres hombres como “El madriles”, alcoholizado y más a gusto en la cárcel
que fuera.
Tuve tres meses para leer mucho y hablar
todavía más con delincuentes jóvenes de la periferia barcelonesa. Los
funcionarios me trataron muy bien, tanto a mi como a
otros presos políticos que estábamos en aquella Sexta Galería, reservada a los
menores de 21 años.
No puedo dejar de citar a las vecinas de mi
barrio, con Doña Maruja Tejero al frente, que se organizaron para que cada día
una de ellas cocinara y me hiciera llegar, aún caliente, la comida del día, que
compartía con mis compañeros de celda: el plato que tuvo más éxito fue el pollo
a la murciana, que recomiendo (pollo guisado con sofrito, chorizo del bueno y
pimientos verdes de la huerta). Como ven, mi ancestral afición a la gastronomía
descansa sobre sólidos cimientos.
A los pocos meses, el juicio en el Tribunal
de Orden Público de Madrid, del que salí absuelto. Pesaron a mi favor los
muchos certificados de buena conducta que extendieron desde diarios como
“
La Vanguardia”,
del que fui corresponsal, hasta entidades ciudadanas y las parroquias de Cornellà. Seguro que también llegó a la sala el aroma del
rosario que a la hora del juicio comenzaron varias beatas de Cornellà en la iglesia de Santa María dirigidas por la
mayordoma del arcipreste de Cornellà, Jaume Rafanell, pero lo que decidió
hacia donde iría el fiel de la balanza fue la declaración de este ante el
Tribunal.
Mossèn Jaume declaró que era verdad lo que yo había dicho en comisaría, que esa noche
esperaba un paquete con la revista parroquial que no me enviaron, por lo que cogí
el paquete de revistas clandestinas pensando que era la revista que él dirigía.
Reconozco que el fiscal que tuve, ese día -y supongo que también otros- actuó
de buena fe, pues sus conclusiones nada tenían de acusatorias, más bien se
centraron en justificar a un chico joven y con buenas credenciales que quizá
tuvo un mal momento. Tan favorable fue su intervención, que en la fase de
conclusiones mi abogado defensor se limitó a decir: “Después de oir la intervención del señor Fiscal, no tengo nada que
añadir”. Algo que seguramente era insólito en aquella Sala. Eso sí,
cuando pasó todo le pregunté a mossèn Jaume por qué había pecado mintiendo. Él, que era hombre
recto y de una pieza, me lo argumentó así: “Cometí el pecado venial de
mentir para evitar que los jueces cometieran el pecado mortal de condenarte a
la cárcel, y la teología católica dice que si con un pecado venial evitas que
otro cometa uno de mortal, el pecado venial desaparece”. Así de sencillo.
Una vez y no más
Siempre he admirado más a los que llevando
una actividad como la mía no fueron detenidos; eso sí
que es un mérito. Así que procuré que no volvieran a pillarme, lo que significó
dormir fuera de casa en momentos de peligro, especialmente en casa de mis tíos
Carmen y Ángel -mis segundos padres-, allí cenaba y dormía compartiendo cama
con mi primo Ángel, con él, por toda oración, antes de apagar la luz
escuchábamos cada noche “Here comes the sun” (Por fin llega el
Sol), la canción de George Harrison que interpretaban Los Beatles, con la esperanza de
que algún día también saliera en España el sol de la libertad. A las seis de la
madrugada, mi tía Carmen sacaba a pasear a su perra Laica para comprobar que no
había moros en la costa y, después, me iba a trabajar.
En algunas ocasiones tuve que pasar varios
días escondido, como sucedió en las detenciones de varios sindicalistas, en 1973,
con motivo de los preparativos de movilizaciones contra el “Proceso
1001”, que debía
verse en el TOP. Por suerte, al ser administrativo, la policía pensó que
entraba a trabajar a los ocho en vez de a las seis y media de la madrugada, y
se presentaron en la puerta de mi casa a las siete para detenerme sin orden
judicial. Mi hermano pudo venir a avisarme. Salí de la empresa aduciendo que no
me encontraba bien y tenía que ir al médico. Laureà Palmer, viejo amigo de escuela, me llevó en su camión de verduras a Viladecans y allí me refugié en la masía de Doña Antonia Doñate, toda una delicia de mujer, que cocinaba como los
ángeles y dispuso una amplia habitación sólo para mí; en otra, libros y discos
a porrillo: mejor que vacaciones en el mar. Tras aquella experiencia a veces
pensaba: “A ver si vienen a detenerme y así puedo volver con la sra. Doñate”.
Pasado el peligro volví a la vida normal (si
así puede llamársela a la que llevaba) a tiempo de asistir a la representación
teatral “Per què surt de mare el Llobregat?”,
obra de nuestro Joaquim Vilà i Folch, representada por el grupo teatral cornellanense “El Corn”,
que él dirigía. Quim había sido premiado con el
“Ciutat de Granollers de Teatre”
por su obra “Si grinyola, posa-hi oli”, lo que le concedió
el honor de representar en el Teatro-Casino de aquella ciudad su soberbio
montaje sobre la riada. No podía perdérmelo: por fin el Cornellà cultural joven también ponía su estandarte en Catalunya.
Y como quien no quiere ya se acercaba la
huelga de Elsa. Como preámbulo el atentado de ETA que costó la vida al
almirante Carrero Blanco a las 9’36 horas del
20 de diciembre de 1973. La noticia me llegó cuando estaba interviniendo en
la UTT del Vidrio y
la Cerámica del Baix Llobregat para que se
aprobara una resolución pidiendo la libertad de Marcelino Camacho y sus
compañeros, que esos días estaban siendo juzgados por el TOP. De pronto, entró
un funcionario del sindicato vertical, que rompió a gritar habían matado al
presidente del gobierno y espetando que si eso es lo que querían los comunistas
como Marcelino Camacho. Se suspendió la reunión y no se aprobó la resolución.
Comprobé algo que ya pensaba, que el terrorismo lo que hace es crear temor
entre los trabajadores y frenar el camino de éstos en su lucha por la democracia;
es más, estoy convencido que el asesinato de Carrero no aceleró la caída del franquismo, creo que, eso sí, sirvió para que el
Régimen se cerrara más en sí mismo y reprimiera con más fuerza: las penas de
muerte a Puig Antic, “Txiqui”
y otros, estados de excepción,…, esas fueron las consecuencias.
Esa noche, con otros compañeros de Bandera
Roja -organización política a la que acababa de afiliarme- salimos a tirar
octavillas condenando el atentado. Era una situación surrealista, pues con la
tensión que se vivía ese día, si llega a vernos
la Guardia Civil seguro
que nos dispara. En la prensa extranjera la noticia hubiera sido esta:
“Extraño suceso:
La
Guardia Civil dispara y mata a jóvenes comunistas españoles
que lanzaban octavillas condenando el asesinato del presidente Carrero Blanco”.
Y llegó la huelga de
Elsa
Es un hecho aceptado por
todo el mundo mínimamente documentado que la huelga
de Siemens de 1962 marca un antes y un después, y que lo mismo sucede con la huelga de
Elsa de 1974. En el primer caso, el movimiento obrero dio fe de vida. En el
segundo, el sindicalismo se organizó públicamente.
Llegamos a la huelga de Elsa con una situación muy transformada. Además de los
jurados de empresa y los enlaces sindicales, había las Uniones de Técnicos y
Trabajadores, de las que eran presidentes los dirigentes más representativos de
los ramos de producción. Bastantes de CC.OO., algunos de
la UGT y
la CNT, y la mayoría de ninguna
organización ilegal;
pero todos, igualmente representativos. El gran mérito de CC.OO., UGT y los Sectores
de Barrios y Fábricas (una organización autóctona, que acabó fusionándose con CC.OO.) es que pusieron por
encima de sus acuerdos y desacuerdos, las decisiones que se tomaban en las
instancias públicas, previa consulta hecha empresa a empresa. Sin este hecho,
el sindicalismo del Baix Llobregat no hubiera visto la huelga de Elsa, ni las huelgas generales que siguieron.
En aquellos momentos,
nuestro espacio legal era muy ancho. En el sindicato vertical podíamos hacer
reuniones generales de enlaces sindicales y elegir un representante de cada
ramo de producción -instancia que después llamamos "
La Intersindical"-;
teníamos un despacho para recibir a la prensa, a representantes de otras
empresas o recoger dinero de apoyo a la huelga. A la vez, el Régimen estaba en
decadencia, y un sector -el denominado “los hombres del Príncipe”-
optaban por la apertura. La prensa legal también apostaba, como el delegado
sindical provincial de entonces, Josep Maria Socias Humbert,
con el cual pudimos entendernos. Después sería destituido, al oponerse al
encarcelamiento del periodista Josep Maria Huertas Clavería.
Por lo contrario, puede afirmarse que el sindicalismo ilegal
del Baix Llobregat nunca
estuvo tan dividido como en la huelga de Elsa. El punto de encuentro fue la
democracia directa que se expresaba a las reuniones toleradas que hacíamos en
el edificio del sindicato vertical. Era allí dónde se tomaban las decisiones
reales, aquellas que venían de las fabricas en forma
de propuesta y volvían a las fábricas transformadas en acuerdo mayoritario que
nos comprometía a todos.
Este espacio de legalidad permitió superar las muy fuertes diferencias entre
las organizaciones ilegales.
Parar CC.OO. -muy vinculada al
PSUC- la generalización de la huelga daba miedo. Se temía que provocara una
situación incontrolada y acabara con una escabechada policial que decapitara al
movimiento obrero del Baix Llobregat.
Para Sectores de Barrios y Fábricas (vinculada a la organización política
Bandera Roja) el proceso hacia la huelga general tenía que acelerarse y así
exhibir un modelo de sindicalismo diferenciado de CC.OO.. Además, dentro de
estos se había sufrido una ruptura. Toda una parte había marchado de Bandera
Roja, estaba en conversaciones con el PSUC, y optaba por un mayor gradualismo, que permitiera la mayor implicación ciudadana posible.
Si la huelga se hubiera tenido que decidir por acuerdo de las organizaciones
ilegales, nunca se hubiera producido. Las reuniones públicas fueron el auténtico
parlamento. La representación directa y la votación de los acuerdos, es el que
unió a unos y otros en una misma posición. También UGT adoptó este criterio,
aun cuando oficialmente era contraría a participar en las instancias legales.
Debo recocer, y añadir a lo
dicho, que otro auténtico centro logístico de la huelga de Elsa fue el Bar del Pino, regentado por Juanito Pino,
su hermano y sus respectivas compañeras, ambas excelentes
artistas del choco, el calamar, los boquerones adobados -crudos o fritos-, y
los legendarios caracolillos en su caldo, que, con las pintas de cerveza y el vino de Montilla a granel,
acababan siendo nuestra cena diaria, con Antonio Morales por principal
anfitrión y gran maestro de ceremonias. Tabaco, cerveza, finos y tapas de
primera a precio fiado, si era menester: ¿qué más podíamos pedir?
El bar estaba en Cornellà,
tocando al barrio de Les Planes de Sant Joan Despí. Era una tasca fronteriza, con mesas de fórmica y una máquina tocadiscos, a un duro la canción, que no paraba de hacer sonar
“Por el camino de Loja”,
una “copla”
con música del Maestro Benito Ulecia Collado -nacido en Barcelona y muerte en Tiana-,
cantada y con letra compuesta por el valenciano Luís Lucena (Luís Lisart,
su nombre auténtico; compositor e intérprete de piezas como “Españolear”,
“A la Virgen del Pilar” y tantas otras). Esta canción no ha aguantado el paso del
tiempo, pero entonces ocupaba el primer lugar en “Los 40 principales”
del bar del Pino.
Allí llegaban las novedades, venían gentes de otras empresas y lugares, se
sopesaba la situación y, tras riguroso análisis, se tomaban las decisiones de carácter estratégico.
Otro centro logístico lo
fue el Patronat Cultural i Recreatiu,
donde cada tarde nos veíamos con los corresponsales de prensa para darles
información; todos ellos eran cómplices y sabían que una noticia en la prensa
legal valía más que un millón de octavillas, aunque a la huelga se la llamara
paro o al despido rescisión de contrato.
Mi vivencia fue intensa.
Como es lógico, vivía lejos de mi casa, incluso alguna noche en la de un amigo
falangista “de izquierdas”, como se hacía llamar. Marta Farrés era
una especie de secretaria que llevaba mi agenda y a mí de un sitio a otro en el
coche más desvencijado al que he subido. Cuando llegaba al sindicato vertical,
dos miembros de
la Brigada Político-Social se me enganchaban sin
despegarse de mi en todo el día; la verdad es que alguna cerveza tomamos
juntos, eso sí, tras ellos un nutrido grupo de trabajadores de Elsa por si me
detenían.
El momento más delicado lo
viví a media huelga. Los enlaces y jurados sindicales de Siemens pidieron una
reunión con los de Elsa en el sindicato vertical, que fue autorizada. Su
propuesta era que aceptara el despido para que así la
huelga se acabara. A cambio, me proponían ir a trabajar a
la Cooperativa de Consumo
de Cornellà. Mi respuesta fue que no, a no ser que me
lo pidieran mis compañeros de trabajo. A la salida hablé con sus principales
dirigentes, que militaban en el PSUC y en CC.OO., e
intenté hacerles ver que no debían temer por la evolución de las cosas. Les
expliqué que acababan de expulsarme de Bandera Roja por mi moderación, y que el
sector radical de la organización no tenía peso en la toma de decisiones de los
trabajadores de Elsa. Creo que esa conversación actuó como un bálsamo, pues a
los pocos días me pidieron si quería asistir a una rueda de prensa, que CC.OO. organizaba ilegalmente, para informar a la prensa de
Barcelona sobre las luchas que había en aquellos momentos. Dije que sí, y allí
conocí a José Luís López Bulla, hoy gran amigo. Decir que pensé: “Con lo
fácil que es reunir a los periodistas en el Patronat de Cornellà, como se complican la vida estos de CC.OO. con tanta cita de seguridad para vernos con la
prensa”.
La crónica de la huelga
está más que escrita, por lo que no reiteraré lo que ya es sabido.
El final de la primera
huelga general, tuvo como consecuencia un sindicalismo con un amplio espacio de
legalidad y una total transformación en las formas de lucha, que se extendió a
toda España.
La mili en Madrid
Por mi parte, fue acabarse
la huelga y marchar al Servicio Militar pocos días después. Recuerdo el emotivo
homenaje en el Centro Social Almeda, donde se
subastaron los rizos de mi abundante pelambrera para conseguir el dinero con
que subsistir en el exilio que me esperaba, primero en Madrid y luego en Aranjuez.
No me extenderé en este
apartado, sólo decir que estuve los tres primeros meses sin poder salir del
acuartelamiento ningún día y que, ya en el cuartel de Aranjuez,
me metieron un mes en el calabozo por un artículo que publiqué en el diario
“Tele Exprés” sobre las elecciones
sindicales de junio de 1975, y que sólo me concedieron el mes obligatorio de
permiso. Allí viví la primera enfermedad de Franco y el cumplimiento de las
sentencias de muerte a Juan Paredes Manot “Txiqui” y otros miembros de ETA en septiembre de
1975. Esa noche estábamos de campamento en Zaragoza, como llevaba la cantina y
la intendencia opté por dormir al aire libre contemplando las estrellas. Desde
el bar de oficiales se espetaron gritos y vivas,
estaba claro que las sentencias de muerte se habían ejecutado.
De Madrid guardo el
recuerdo de los amigos que hice allí y que ofrecieron sus casas cada vez que
las necesité. También mis paseos para dar rienda a la nostalgia. Más de una vez
me paré en el Puente de los Franceses, donde resistieron los madrileños cuando
ya todo estaba perdido, con el Gobierno del Presidente Azaña en retirada y el del Presidente Lluís Companys, nuestra Generalitat, ya
en tierras de Francia. Espero que algún día
la Generalitat de Catalunya tenga la dignidad de poner, aunque sólo
sea, una placa en aquel puente, que rece: “A los madrileños y madrileñas
que dieron aquí su vida en defensa de las libertades de Catalunya y de todos los demás pueblos de España”.
Señalar que recibí varias
cartas del Delegado de Sindicatos, José Maria Socías Humbert, con membrete oficial. Los militares alucinaban,
sobretodo cuando una se me entregó estando en el calabozo. Si las abrieron
-cosa que no sé- la alucinación debió ser a lo LSD, pues en algunas incluso
hablaba de que el Príncipe optaba por la reforma, o que políticos como Pío
Cabanillas le decían que debían promocionar a sindicalistas como nosotros. Si
eso no expresaba la descomposición del Régimen, que baje Dios y lo vea.
La Intersindical y el Factor K
Fue acabar la mili, volver
a Cornellà, y morir el dictador. Mi posición fue que
el Rey era una pieza fundamental en la recuperación de la democracia, pero
muchos de mis compañeros pensaban lo contrario. Así que continué sin pertenecer
ha ningún partido político ni a Comisiones Obreras. Fue cuando dieron el giro
que me acerqué a ellos.
Mientras tanto, iba
sobreviviendo gracias a Don Alfonso Carlos Comín, que
estaba al frente de
la
Editorial Laia y me propuso formar
parte del Consejo de Dirección de la colección de libros sobre sindicalismo
“Primero de Mayo”. Además, me ofreció coordinar la colección de
cuadernos del mismo nombre, lo que significaba una remuneración de 30.000 Ptas.
por número, que debía compartir con Manuel Ludevid,
el otro coordinador, aunque su parte me la entregaba a mí por estar yo sin
trabajo. De joven te apañas con poco: los cuadernos salían cuando salían.
Pero en el terreno sindical
lo que venía era
la
Tercera Huelga General, la de Laforsa.
Su desarrollo también está más que escrito, por lo que me limitaré a
reflexionar sobre lo que fue “
La Intersindical”, organismo que expresaba el
cenit de un proceso democrático de representación obrera.
En la huelga general de Laforsa,
la Intersindical,
de la que formé parte, fue aceptada por los trabajadores como organismo
dirigente, y, por parte del Régimen, como ente representativo.
En 1975 el dictador moría a
la cama, y con él acababa un Régimen que sólo aguantó cuarenta años, un periodo
de tiempo muy largo para los que lo sufrieron, pero muy corto cuando se escriba la historia de España dentro de cien años. Será, eso sí, una
gota de ácido sulfúrico, en vez de agua buena, y quedará como si de una mota de
suciedad se tratara.
Era tal la descomposición del Régimen y los avances sindicales, que en el Baix Llobregat funcionaba
entonces lo que denominamos
la
Intersindical, que no era otra cosa que un movimiento
sindical estructurado y unitario, los representantes del cual eran elegidos
directamente por los trabajadores desde la asamblea de fábrica.
Si eso era así, la cuestión
tantas veces expuesta es: ¿Por qué no cuajó un sindicato unitario en nuestra
comarca? Es la pregunta del millón. La respuesta en absoluto es compleja. La
presión internacional, la derecha democrática y la izquierda democrática no
querían que eso sucediera. Curiosamente, por caminos muy distintos llegaban,
unos y otros, a la misma conclusión. Para los EE.UU.
y
la
Internacional Socialista lo que llamaban el “Factor
K” era la cuestión clave: “K” de comunismo.
Era reciente la revolución
de los claveles en Portugal con hegemonía comunista, en Italia el PCI se había convertido en el partido más influyente de aquel país, en Francia había un frente de izquierdas...
Veían al comunismo como el clavillo o eje que en Europa podía trabar las pinzas
de la tenaza, con la URSS de primer brazo y los partidos comunistas del sur de segundo.
Fuerte fue la sorpresa de
José Maria Socias Humbert,
secretario general de los sindicatos españoles oficiales, cuando el entonces
todopoderoso Otto Kersten,
Secretario General de
la CIOSL
(internacional de los sindicatos socialdemócratas), le decía que de ninguna de las maneras
debía celebrarse un Congreso Sindical en España, con la elección directa de los
congresistas, para traspasar
la Organización Sindical
Española a los trabajadores. Y que nada de legalizar a CC.OO.
al mismo tiempo que a
la
UGT. Para Kersten el “Factor K” aconsejaba evitar estructuras sindicales unitarias
que pudieran estar controladas por los comunistas, como sucedía con
la Intersindical
portuguesa, y aconsejaba, también, dar vuelo a UGT para que acortara la enorme
distancia representativa que la separaba de CC.OO. Otto Kersten fue claro y habló sin ambages: de no ser así ni la CIOSL ni
la
Internacional Socialista apoyarían el proceso hacia la
transición democrática que España empezaba a recorrer. Y así fue.
La UGT celebró su Congreso
legalmente, camuflado con el nombre de “Jornada de Estudios
Sindicales”.
CC.OO.
continuó siendo ilegal. Y no hubo ni Congreso Sindical en España, ni
Intersindical en el Baix Llobregat.
La derecha también jugó la misma carta. El “Factor K” era la gran
preocupación de los EE.UU. y la democracia cristiana
europea.
Y los comunistas españoles
tampoco se quedaron cortos. Preferían un sindicato concebido a la antigua, como
la organización de masas fiel infantería del Partido: no querían correr riesgos
con experiencias unitarias, que adquirieran autonomía e independencia y se les
fueran de las manos.
Igual pensaba el PSOE: con
la UGT ya tenía bastante.
En esta cuestión encaja al
dedillo aquello de que todos los caminos llevan a Roma.
Hoy los sindicatos tienen total independencia respecto de los partidos
políticos, pero en
la Europa
de los setenta otro gallo era el que cantaba.
Terminó la huelga de Laforsa; se legalizaron partidos y sindicatos y, en 1976,
fui elegido el primer Secretario General de CC.OO.
del Baix Llobregat y
miembro de la dirección de las CC.OO. de Catalunya y de las de España. Tenía 23 años: todo un futuro
tras de mí.
Después llegaron las
primeras elecciones democráticas. Pero esa ya es otra historia, que no es
motivo de este libro centrado en la lucha antifranquista.
Oportunidad tendremos de hablar sobre la transición, que comienza en 1975 y
termina en 1982, si así se nos pide en el futuro.
Decir, a modo de epílogo,
que la tradición unitaria y de implicación en las cuestiones sociales y
económicas de nuestro sindicalismo comarcal actual, tiene su clave de bóveda en
aquellos años. Haría falta uno análisis particular de esta vertiente socioeconómica:
el sindicalismo y la canalización del río Llobregat;
la planificación urbanística de la comarca; los primeros acuerdos por la
ocupación firmados también por los ayuntamientos y que hizo suyos el presidente Tarradellas,
nacido en el Baix Llobregat;
las luchas por la amnistía laboral o contra el terrorismo, en las que fuimos
pioneros; y un largo etcétera que merece ser examinado detalladamente.
Y este es mi sentimiento
final:
Ojalá no vuelvan nuncaaquellos tiempos felicesque pasamos en la miseria.
Colomers, 11 de septiembre de 2007.
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