Antonio Montilla
Cordón
Nació en Rute (Córdoba) el 24 de
octubre de 1925. Emigró a Sant Joan Despi en el año 1971.
El Remolino era en 1936 una de
las 22 pedanías del municipio de Iznájar, en la
provincia de Córdoba, y tenía unas 50 casas y unos 300 habitantes. El
testimonio que publicamos a continuación es de Antonio Montilla Cordón, un niño
entonces, que fue testigo de la represión que sufrieron los vecinos durante la
guerra civil. Las palabras de Antonio Montilla, de un enorme valor humano,
tienen un significado histórico especial porque tras la construcción del
pantano de Iznájar, en los años sesenta, El Remolino
quedó inundado y todos sus habitantes hubieron de emigrar. En la actualidad,
Antonio Montilla reside en Calafell (Tarragona). El
documento escrito ha sido corregido y revisado por el historiador Arcángel Bedmar.
El Remolino: una historia de
la represión.
Transcurría el verano de 1936. La
situación social y política cada día preocupaba más y hasta en los núcleos pequeños
de población, como la aldea de El Remolino, se seguían muy de cerca y con la
máxima preocupación los continuos llamamientos que se hacían a diario desde
amplios sectores de la derecha española. Pretendían que el Ejército se
levantara en armas contra el Gobierno de
la República
, legalmente
constituido, para terminar con los demonios de siempre y con los que, según
ellos, estaban dispuestos a destruir la unidad de la patria, la religión, la
propiedad privada, el orden y la familia. La rebelión fascista se podría
producir en cualquier momento, tal y como ocurrió el 18 de julio, cuando se
confirmó la noticia de que Franco se había sublevado en Marruecos y Queipo de Llano se había hecho con el control de la ciudad
de Sevilla. En las demás ciudades andaluzas y en el resto de España la
situación no podía ser más confusa. Estas informaciones sembraron la natural
inquietud en todo el país y también en El Remolino, lugar donde centraré mi
doloroso y trágico testimonio, ya que en aquella fecha fui testigo de la violencia
y de la brutal represión ejercida por los guardias civiles y los falangistas de
Rute e Iznájar contra todos los que allí habitábamos.
Unos días después de la
sublevación fascista, llegaron un camión de Rute y otro de Iznájar cargados con
falangistas y guardias civiles. Se dieron cita en un lugar conocido como El
Cuchillo, una curva muy cerrada protegida por un muro de hormigón. Era un punto
muy estratégico, donde se ejercía un dominio pleno de El Remolino y de todo su
entorno a un tiro de fusil. Desde esa posición de privilegio comenzaron a
disparar. Al enterarse de la llegada de los derechistas los vecinos huyeron,
por lo que no hubo víctimas. Cuando estuvieron seguros de que no encontrarían
ninguna resistencia (en El Remolino había sólo unas pocas escopetas viejas, sin
munición), los atacantes cruzaron el río Genil en la
barca y ocuparon la aldea durante unas pocas horas. Al atardecer se marcharon,
pero antes prendieron fuego a las casas de Blas Alarcón, de Miguel “El Zopo” y
de Cristóbal Montero, que no ardió. A partir de esta fecha llevaron a cabo
otras incursiones, siempre de día, en las que disparaban durante unas horas y
después incendiaban de manera indiscriminada, sin tener en cuenta la ideología
de los vecinos. Quemaron las casas de Pepe Quintana, Mª Carmen, “
La Melliza
”, Patricio Ropero Lopera, Camilo, María “
La Zapatera
”, Encarnación
“La del Tajo”, Juan Rey, Francisco Guerrero, “
La Marota
” y Leonardo; también
le metieron fuego a la de Diego Ayora Sánchez (al que fusilaron en Córdoba en
1937), donde se encontraba el Centro Socialista. Al quedarse sin viviendas, los
vecinos se refugiaron en las casas de campo de los alrededores o en las de sus
familiares.
Para prevenirse de los ataques de
los derechistas, en el lugar conocido como
La Loma
, un punto donde la vista dominaba casi por
completo la carretera de Rute a Iznájar, los vecinos
de El Remolino montaron un puesto de vigía permanente. En aquellos días, la
autoridad militar de Málaga dispuso la entrega de algunos fusiles a las
autoridades de los pueblos de la provincia que permanecían fieles al Gobierno
de
la República. De
los que asignaron a la localidad vecina de Cuevas de San Marcos, destinaron
tres para la defensa de El Remolino. Cada día al amanecer llegaban de Cuevas de
San Marcos tres milicianos armados y a caballo, a los cuales se les había
confiado la defensa. Sólo dos días más tarde aparecieron de nuevo los camiones
de derechistas, seguro que con la “sana” intención de quemar las casas de
Urbano y las de los Reinas, que eran las únicas que quedaban en pie en el
barrio de Los Cortijillos. Pero al escuchar los tiros de los milicianos se
dieron a la fuga y en su precipitada huida dejaron abandonados una pistola,
varios cargadores de fusil con munición y unas gafas.
Al día siguiente, en una de sus
famosas charlas a través de Radio Sevilla, Queipo de
Llano dijo que El Remolino estaba lleno de rojos bien armados y que pensaba
mandar la aviación para que los bombardeara. La amenaza no se llegó a cumplir,
pero lo que estaba por llegar fue peor que un bombardeo.
El 10 de agosto, tropas del
ejército republicano lanzaron dos proyectiles de mortero que impactaron en el
campanario de la iglesia de Iznájar y ocuparon el
pueblo en seguida, sin que los falangistas y los guardias civiles que lo
defendían dispararan ni un tiro (se comentó después que algunos de ellos se
habían escondido en las alcantarillas). Sin embargo, lo abandonaron esa misma
noche sin que sepamos la razón. Después, todos los años, en dicho aniversario,
se llevaba
la Virgen
en procesión a la cuesta Colorá, lugar desde donde se
habían arrojado los proyectiles, para agradecerle el milagro de que no la
hubieran alcanzado y, sobre todo, que los republicanos se hubieran retirado del
pueblo.
Tras el enfrentamiento que
mantuvieron con los milicianos, los falangistas y los guardias civiles no
volvieron más por El Remolino hasta pasados unos días. Vivíamos una tensa calma
que se interrumpió bruscamente hacia el mediodía del 12 de septiembre con la
llegada de un mensajero, procedente de Cuevas de San Marcos. Ordenó a los
milicianos que regresaran de inmediato a Cuevas porque estaba amenazado por los
fascistas, ya que en aquel momento se libraba un combate muy duro entre ambos
bandos en el puente de hierro sobre el río Genil.
También trajo la noticia de que las tropas fascistas avanzaban hacia Antequera
con el objetivo de dejar aislados a todos los pueblos de la comarca que aún
permanecían en manos republicanas.
En El Remolino, esa misma noche,
los hombres jóvenes se reunieron y la mayoría acordaron encaminarse hacia
Málaga para alistarse en el ejército republicano. Entre los que se marcharon,
abandonando a sus familias, figuraban Gabriel Caballero Cano (casado, con tres
hijos), Pepe Rey (casado, con un hijo), Francisco Romero Sereto (soltero) y su hermano José, Patricio Ropero, Miguel Guillén “El Villo” (soltero), Camilo Puerto (casado), Francisco José
Morales Guillén, Francisco Rama Collado (casado) y sus hermanos Juan (soltero)
y Diego, Aurelio “El de
la Barca
”
(soltero), Blas Alarcón (casado), Juan Romero (casado), Francisco Orgaz
(casado), Cantero (hijo de Vicente), Manuel Montilla Luz (soltero) y su hermano
José Joaquín (casado, con cuatro hijos), que había sido alcalde pedáneo durante
la República.
Algunos, razonando con toda
lógica, como no estaban afiliados a ningún partido político ni a ninguna
organización obrera o sindical y no habían hecho nada a nadie pensaban que no
tenían nada que temer, por lo que decidieron quedarse confiando en la suerte.
Ésta no les acompañó porque dos días después llegaron de nuevo los falangistas
y
la Guardia Civil
de Rute y de Iznájar y fusilaron a todos los que
encontraron.
Los que huyeron a zona
republicana tuvieron la suerte de volver al terminar la guerra, excepto Juan
José Montero Rama, que murió en el frente de Madrid; Patricio Ropero Lopera, que cayó en un enfrentamiento armado con los
derechistas en El Chorro (Málaga); Diego Rama Collado, que falleció en un
bombardeo en Andújar (Jaén); y Francisco José Morales
Guillén y José Romero Sereto, que desaparecieron tras
su huida a Málaga. Blas Alarcón fue hecho prisionero en Málaga y conducido a El
Puerto Santa María, donde fue juzgado y condenado a la última pena. La
sentencia no se llegó a cumplir porque su sobrino “El Niño”, camisa vieja muy
influyente que vivía en la aldea de Salinas, le salvó la vida y lo sacó de la
cárcel. Otros, como Juan Romero y Manuel Montilla Luz, fueron detenidos y
trasladados a Rute y más tarde a la cárcel del convento de San Francisco de
Lucena, sin saber de qué se les acusaba. Cuando los juzgaron supieron que
Víctor “El de los Simones”, vecino de la aldea de Las
Huertas de
La Granja
,
los había denunciado por haber formado parte de una patrulla que le había
requisado una escopeta. No obstante, en el juicio el acusador reconoció su
error y los liberaron. Algunos, a consecuencia de las heridas y penalidades
sufridas en la guerra murieron a los pocos años. Todos sufrieron la humillación
de tener que presentarse a diario al alcalde pedáneo, Cristóbal Ordóñez,
durante mucho tiempo.
Las primeras noticias de que un
vecino había sido fusilado nos causó una gran
conmoción. Se trataba de Francisco Guerrero. Llevaba varios años jubilado, había sido guarda de campo y vivía en el cortijo
de Los Galanes. Una patrulla de falangistas y guardia civiles lo detuvo en su
propia casa, en presencia de su mujer, su nuera y unas vecinas. Lo sacaron a
empujones y a unos doscientos metros, en la cima de la vertiente de cara a la
finca Las Laderas, lo fusilaron y además mutilaron su cuerpo cortándole los
testículos y las orejas. Se encuentra enterrado junto a un olivo de la misma
vertiente, en la finca que fue de María Aguilera, más conocida como María
“Batas”. Su hijo Francisco le dio sepultura ocho o nueve días después de que
hubiera sido rociado con gasolina y quemado, ya que
la Guardia Civil
y los
falangistas de Rute e Iznájar no permitieron que los
familiares de los fusilados pudieran enterrarlos.
Francisco Aguilera Ramírez, de 36
años, casado y con cuatro hijos, de profesión agricultor, vivía con sus padres
en El Remolino. Se encontraba trabajando en las faenas de la era, en el cortijo
de Las Lobas. También fue detenido, tal vez por la misma patrulla que mató a
Francisco Guerrero, porque mediaba muy escasa distancia entre los dos
asesinatos. En su mismo lugar de trabajo, un tiro en la frente acabó con su
vida. Junto al cadáver estaba el sombrero marcado con el agujero por donde la
bala había penetrado. Se encuentra enterrado muy cerca del lugar de donde fue
asesinado, detrás de la casa de Las Lobas, entre un olivo y una higuera.
Juan Pacheco Pacheco,
apodado “Harina”, estaba casado y tenía tres hijos. Había sido guarda de campo
y vivía en El Remolino. Lo detuvieron en su casa y lo trasladaron para
fusilarlo al lugar que se conocía como
La Loma. Se
encuentra enterrado en la misma
vertiente de cara a lo que se conocía como
La Mezquita
y el Pamplinar, en los olivos de la finca de
La Cacería
, que fue propiedad
de Paco Benítez, a sólo dos pasos de donde hoy se encuentra la escuela.
Igual triste suerte corrieron los
hermanos Rey, ambos agricultores. Diego Rey Martos, de 41 años, casado, con
cinco hijos, vivía en la casa de campo conocida como Galán. Su hermano Antonio,
de 43 años, viudo y con cuatro hijos, habitaba en la casa conocida como El
Tajo, hasta que fue incendiada por los fascistas. Los dos hermanos se
encontraban en compañía de sus respectivos hijos mayores, de 14 y 16 años,
trabajando en las faenas de la era, en un sitio llamado
La Colada
del cortijo del
Membrillar. Allí los detuvo una patrulla al frente de la cual figuraban un
guardia civil de Iznájar llamado Rodrigo y dos
falangistas. Uno de ellos era su cuñado, conocido en términos coloquiales como
Frasquillo “El de las Beatas”. Sin tener en cuenta la presencia de los hijos se
los llevaron con el pretexto de dar un paseo. Los hijos quedaron un poco
tranquilos porque los acompañaba su cuñado y porque desconocían el significado
que los derechistas le daban a la palabra paseo. Cuando iban por el cortijo del
Hoyo, los hijos observaron cómo los maltrataban. Salieron corriendo y al poco
tiempo escucharon tres tiros. Cuando llegaron a la altura de la casa del
Tomillar, junto al camino se encontraron los cuerpos ya cadáveres. La familia
mantuvo siempre, con toda razón, que el cuñado también les había disparado. Una
semana después de haber sido fusilados yo acompañé a José, el hijo mayor de
Diego (uno de mis mejores amigos), al lugar donde se encontraban los cadáveres
para cubrirlos con una manta. Cuando estuvimos junto a ellos el escenario que
contemplamos no podía ser más espantoso. Los cuerpos, tras permanecer expuestos
durante una semana al sol de septiembre, estaban hinchados y descompuestos.
Junto a los cadáveres había un hombre con la cara y la cabeza totalmente
cubiertas con una máscara. En la mano llevaba unos trapos y una lata y en el
brazo lucía un brazalete amarillo. Este distintivo se lo habían puesto los
falangistas para que pudiera salir de su casa sin que fuera detenido. Cuando
estuvimos cerca se adelantó hacia nosotros, se quitó la máscara y era Francisco
López, al que le habían dado el trabajo de quemar todos los cadáveres a cambio
de perdonarle la vida. Nos convenció para que nos volviéramos a nuestra casa
diciéndonos que ya no hacía falta la manta, porque al día siguiente iban a
autorizar a los familiares para que los enterraran en el mismo sitio del
fusilamiento. Cuando nos marchamos, Francisco López hizo el trabajo que le
habían ordenado y les prendió fuego. Al día siguiente volvimos de nuevo. Los
cuerpos no habían ardido y lo que vimos nos causó más horror si cabe que el día
anterior. Tras el asesinato de Antonio Rey Martos, que era viudo, sus cuatro
hijos quedaron al cuidado de su abuela Encarnación, una mujer anciana a la que
los derechistas habían quemado la casa en una de las primeras incursiones que hicieron
en la aldea.
Unos días más tarde, los guardias
civiles y los falangistas de Rute e Iznájar fueron
relevados por los de Priego y Cabra, y estos
permitieron sepultar a los muertos en el sitio en el que habían sido
asesinados. En ese mismo lugar se encuentran todavía los restos de Diego y
Antonio, junto al camino situado frente a la casa del Tomillar. Quiero dejar
constancia de que el trato dado a la sepultura por parte del dueño de la tierra
no fue el más adecuado, pues cada vez que araba pasaba por encima de las
piedras y la cruz que habían colocado las familias para señalar el
enterramiento.
En El Remolino había una central
eléctrica en el río Genil que abastecía a los pueblos
de Rute, Priego e Iznájar,
que se encontraban en poder de los fascistas. Con la finalidad de cortarles el
suministro, los republicanos habían mantenido levantada la compuerta del
aliviadero, que se conocía como el ladrón, para que el agua siguiera su curso
río abajo, y habían abierto algunos agujeros en la presa que de piedra y tierra
se hacía cada verano, cuando bajaba el nivel del río, con la intención de
encauzar el agua hasta el punto de toma del canal y de aprovechar mejor la
producción de energía eléctrica.
La Guardia Civil
y los falangistas detuvieron para
fusilarlos a los agricultores Antonio Hinojosa Pacheco “Talego” (sobrino del
fusilado Juan Pacheco Pacheco “Harina”), que tenía a
su mujer embarazada, a Antonio Conde Grande “Sol y Moscas”, viudo y con dos
hijas, y a José Ojeda, soltero. Antes, los obligaron a reparar la presa. Cuando
terminaron el trabajo los trasladaron al camino de la fábrica. A su paso por el
barrio de Los Cortijillos, dos hijos de “
La Viuda
”, Francisco y Manuel, vieron desde su casa
cómo les pegaban con los fusiles. Uno de los que les golpeaba vivía en la aldea
de
La Celada
,
pero era conocido en El Remolino. Había sido novio de Elena (hija de Juan
Jurado). Se le conocía como “Picardías” y en las fiestas le gustaba lucir una
corbata roja donde tenía bordada la hoz y el martillo…
Junto a la casa que había sido
incendiada de Diego Ayora, fusilaron a los tres, aunque José Ojeda consiguió
escapar, con un tiro en la mandíbula, corriendo por entre los olivos. Los hijos
de “
La Viuda
”,
al escuchar los disparos, se asomaron y vieron a Antonio Hinojosa y a Antonio
Conde, heridos, lanzando quejidos de dolor antes de que los remataran. José
Ojeda tuvo la suerte de que no le alcanzó ningún disparo más. Se tiró al río y
permaneció escondido en unos zarzales hasta que se hizo de noche. Ya de
madrugada, se dirigió a casa de Ramón Aguilera (cuyo hermano Francisco había
sido fusilado en Las Lobas). Allí lo curaron de las heridas y estuvo escondido
cerca de la casa de Moreno, donde la mujer de Ramón le llevaba la comida. En su
escondite permaneció hasta que relevaron las fuerzas de Rute e Iznájar por las de Cabra y Priego.
José Ojeda tuvo la valentía de salir corriendo y burlar a sus verdugos, lo que
le salvó la vida, pero su rostro quedó marcado para siempre y su persona seguro
que también. En los años sesenta, el alcalde pedáneo José Castellano, que se
había casado con una hermana de Antonio Hinojosa, ordenó que se trasladaran los
restos de él y de Antonio Conde al cementerio, ya que el lugar donde estaban
enterrados iba a quedar cubierto por las aguas del pantano de Iznájar.
Antonio Montero, casado y con dos
hijos, vivía en el cerro de Las Lobas. Unos días después de la sublevación
fascista, junto a Juan Tejero y Mariano Ojeda, que vivían en El Remolino, fue a
comprar tabaco a la pedanía de Las Huertas de
la Granja. Ninguno
de
los tres regresó jamás. Se comentaba que el maestro Miguel Torres y el
estanquero los habían denunciado y los falangistas de Rute se los habían
llevado detenidos. Nunca se supo dónde habían sido fusilados. A Francisco
Sánchez Guerrero (casado con Patricia Arrebola, con la que tenía tres hijos),
que vivía en el arroyo de
La Gata
,
a poco más de un kilómetro de El Remolino, lo asesinaron en una finca próxima.
Juan Higinio, esposo de Mercedes (hija del fusilado Antonio Conde), desapareció
también, pero un falangista llamado Maroto tuvo la
osadía de decirle a Mercedes que él mismo lo había matado. Este falangista y
otro llamado Frasquillo “El de las Beatas”, una vez terminada la guerra,
despreciados hasta por los suyos y muertos de hambre porque en el oficio de
matarifes ya había paro, se marcharon como trabajadores voluntarios extranjeros
a
la Alemania
nazi. Maroto murió en un accidente en una mina belga.
“Picardías” volvió de
la
División Azul
con una pierna menos. Disfrutó de dos
pensiones, le cubrieron el pecho de medallas y fue jefe de
la Policía
local de Iznájar.